Aquella mañana cuando varios centenares de jóvenes salieron a las calles a combatir la tiranía, el pueblo santiaguero, que los vio luchar como símbolo de la Cuba nueva, los vitoreó, apoyó y alentó solidariamente. Ese día entregaron sus vidas José Tey, Otto Parellada y Antonio Alomá, los primeros en caer en la nueva jornada que se iniciaba, la primera sangre que bautizó el uniforme verde olivo del naciente Ejército Rebelde.
En la acción del 30 de noviembre de 1956, heroica desde todos los puntos de vista, de aquellos jóvenes que con casi nada en las manos se lanzaron a combatir, hay un aspecto que es necesario señalar y tener siempre presente porque constituye un admirable ejemplo para nuestra juventud, o sea, la fidelidad inquebrantable al compromiso adquirido, el cumplimiento consecuente e inflexible a la palabra empeñada, sin vacilaciones, con fe en el porvenir y confianza absoluta en la victoria.
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