Siete años atrás, el General de Ejército Raúl Castro cumplía con entereza un sagrado deber. El de colocar la urna de cedro con las cenizas de su hermano de sangre y de ideales en el interior de un monolito colocado en el Cementerio Patrimonial de Santa Ifigenia, en Santiago de Cuba.
Apenas un nombre: Fidel, inscrito en la lápida de mármol verde. Muy cerca, como en indestructible engarce histórico, los mausoleos de José Martí, Carlos Manuel de Céspedes y Mariana Grajales, próceres de la independencia cubana.
El ritual de la guardia de honor sobrecoge. Cada día llegan muchos visitantes a rendirle tributo al Comandante en Jefe de la Revolución Cubana.
Ante la roca traída desde la Sierra Maestra y que le sirve de nicho, algunos se detienen: tal vez para susurrarle algo; otros depositan flores o lo saludan militarmente. Siempre hay emoción en ese momento.
Hasta la victoria siempre, con Fidel
En la Plaza General Antonio Maceo de Santiago de Cuba, ante una enorme concentración popular, Raúl pronunció el discurso de despedida a Fidel, con el compromiso de seguir haciendo Revolución.
En la Ciudad Héroe había concluido un recorrido -que rememoró, pero a la inversa- el trayecto de la Caravana de la Libertad encabezada por Fidel tras la victoria rebelde. Miles y miles de cubanos aguardaron el paso del cortejo para despedir al líder, entre lágrimas y puños en alto.
Al día siguiente, sin pompas, su urna fue depositada en un sencillo monumento en Santa Ifigenia. Suele decirse que allí reposa. Pero un luchador sempiterno como él sobrevive en sus ideas y permanece alerta: avizor.
Para que la Revolución Cubana continúe desafiando cada escollo, convocando al futuro, con audacia, inteligencia y patriotismo. El Comandante, sigue al frente.