Bola de Nieve, una leyenda irrepetible

El 2 de octubre de 1971, en la Ciudad de México, se apagó una voz que no necesitaba micrófono, un piano que prescindía de partituras, y un alma que desconoció fronteras. Ignacio Villa Fernández, el inolvidable Bola de Nieve, falleció aquel día para dejar tras de sí un arcoíris de canciones que continúan susurrando entre las teclas de viejos pianos y corazones sensibles.

La muerte de Bola, como se le llamaba con admiración, respeto y cariño, fue la partida de un artista y el silencio súbito de una época. En vez de cantar, confesaba. En lugar de tocar el piano, acariciaba sus teclas y el instrumento, agradecido, le devolvía el gesto con sus mejores e inenarrables notas. Bola no interpretaba, vivía.

Su figura física, redonda y entrañable, con un rostro que podía pasar del drama al humor en un parpadeo, era el emblema de una Cuba que ha sabido cantar con alegría, nostalgia, picardía, dolor y ternura.

Había llegado a México como tantas veces antes; esa vez para una escala técnica y continuar viaje. Aquel corazón que tantas veces se desbordó en boleros, habaneras y canciones de amor, se detuvo sin avisar. La noticia corrió, despiadada y cruel, entre músicos, poetas y el público enorme que lo admiraba.

Toda Cuba lo lloró; igual en un París que recordaba su paso por los cabarets junto a Edith Piaf. En Buenos Aires, se evocó su voz como un conjuro. Y en México, donde tantas veces fue ovacionado, lo despidieron con flores y con respeto.

Bola de Nieve fue un artista con cátedra; él mismo fue escuela. Su piano y su voz fueron patria y bandera de la música universal. Cantaba en francés, inglés, italiano y portugués, haciéndolo con un alma incuestionablemente cubana. Su repertorio era un mapa emocional del Caribe con escalas en la melancolía, el humor, la pasión y la ironía. “Ay, amor”, “Vito Manué”, “Drume negrita”… cada canción era una puesta en escena, al tiempo que las notas devenían lo mismo en lágrimas que carcajadas.

Ignacio Villa nunca se pareció a nadie. O mejor, solo a él mismo. Su presencia era teatral, con una interpretación emergida de lo más profundo. En tiempos de estereotipos, fue irrepetible. Negro, culto, autodidacta, desafió los moldes con elegancia y pasión. Nunca pidió permiso para ser quien fue. Por eso, el mundo lo amó.

El piano, que fue suyo, permanece mudo. Pero en cada rincón, donde se canta con verdad, y se toca con emoción, donde se vive el arte como acto de amor, Bola de Nieve está presente.

Hay artistas que mueren; otros, se transforman en leyenda. En Ignacio Villa Fernández se juntaron lo humano y lo eterno. Su cuerpo descansa en su Guanabacoa querida; su música, no. Partió su voz, mientras que su alma canta. Y en cada acorde sincero, o frase que brota del corazón, Bola de Nieve vuelve a vivir.

Autor

  • Tomás Alfonso Cadalzo Ruiz (Cienfuegos, 1951). Miembro de la UPEC y de la UNEAC. Periodista, escritor y director de programas de Radio. Autor de varios libros en México y en Cuba, entre ellos, "La Radio, utopía de lo posible". Colaborador del Portal de la Radio Cubana desde su salida al aire. Escribe además para espacios de Radio Progreso, Radio Ciudad del Mar y el periódico "5 de Septiembre".

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