Ni bello ni mágico, pero sí nuestro, el adiós a Zoila

Sin embargo, por más que trato, no es eso lo que me nace ahora; sino un mar de pesares. Escribir de la muerte no me ha gustado nunca, ni creo que le guste a alguien más.

Pero es entonces cuando en un acto de profesionalismo hago conciencia de que no soy yo la protagonista de esta cuartilla on line, ni usted que me lee, sino ella, Zoila Marín Guevara, esa muchacha veinteañera que se nos fue repentinamente, sin más, y que lucía siempre una sonrisa como mejor atuendo.

Me percato así que no está bien recordarla con tristeza, por respeto a ella y a quienes tuvieron la tremendísima dicha de conocerla más allá del cruce en algún pasillo de la Dirección Provincial de Radio en Camagüey, adonde llegó un buen día de septiembre de 2011, todavía con la zozobra de recién graduada, para adiestrarse como Comunicadora Social.

De su desempeño profesional solo cosas buenas pueden decirse; y es que la consagración y el talento, casi siempre asociados solo a la experiencia, le eran inherentes a ella. Nada tenía que ver su tamaño o su complexión física toda, con lo que llevaba por dentro; era de esas personas de las que uno dice tiene un corazón más grande que el pecho.

Apenas dos años y tanto fueron suficientes para darse cuenta de todas las virtudes de Zoila, y no porque fuera de esas gentes que van por ahí hablando de sí mismo a viva voz, sino porque como decimos en buen cubano, se le salía por encima de la ropa.

Desdichadamente yo no fui de los que la conocieron «de tú a tú», pero la verdad era imposible pasar por su lado y no notarla, porque ella tenía un «no sé qué» que te atrapaba. Tal vez fuera su mocedad, o el halo de dulzura que la envolvía y del que te percatabas con solo mirar su rostro o escuchar su voz.

Por eso, cuando corrió veloz la noticia de que la muerte se empecinaba en arrebatárnosla, tuvimos días muy tristes. Por más que la ciencia explique que la vida es inevitablemente un ciclo cerrado, la de Zoila estaba en pleno apogeo.

Llovieron los mensajes de aliento en Facebook, en Twitter y las oraciones y rezos a Dios o cualquier otro poder divino que pudiese hacer un milagro; solo eso, nos habían dicho, podía salvarla.

Desgraciadamente nuestras súplicas encontraron oídos sordos, y Zoila nos fue arrancada de un tirón; y lloramos, y maldecimos y lamentamos.

Pero cuando ahora, ya con la mente más fresca aunque el corazón todavía acongojado uno piensa en ella, lo primero que imagina es su amplísima sonrisa, su rostro dulzón, su buena cara incluso ante el mal tiempo.

Zoila y Alina, especialistas de propaganda de la cadena provincial de radio en CamagüeyY es entonces cuando uno entiende que su nobleza era tan grande que ni siquiera la muerte, que la privó de conocer a su hijo, deseado y querido siempre, logró estimular el odio en ella. Aunque Zoila obviamente no se fue tranquila; no podía hacerlo dejando atrás a su madre y a su bebé, por mucho que uno prefiera morir a ver morir a otros.

Ojalá estas palabras o esta especie de obituario tuvieran la magia y la belleza de las de Martí o García Márquez, que seguro, de haberla conocido, habrían escrito el más hermoso de sus textos. Pero a falta de cualquier sentido y beldad literaria, estas líneas son las de la familia que Zoila formó desde su debut en Cisneros 310 hasta el último de sus días y para siempre: la de la radio camagüeyana.

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