Muy contento y agradecido me sentiría si los jóvenes de hoy desearan leer estas breves notas acerca de los denominados Tres Reyes Magos, Melchor, Gaspar y Baltasar. Así que déjame mencionarte algunos datos al respecto. Según información más generalizada se cree que eran tres reyes hombres (parece que la mujer en tiempos tan lejanos también era subestimada) que, en la noche del 5 al 6 de enero se dedicaban a visitar los hogares de aquellos niños que habían sido buenos para dejarles regalos, lo que nos hace suponer que, entonces, habían niños malos que no lo merecían, como si el calificativo de “malo” se le pudiera endilgar a alguna criatura inocente.
Según la tradición, estos reyes eran nobles peregrinos procedentes de oriente que siguieron a una estrella guía milagrosa hasta Belén, donde rindieron homenaje al Niño Jesús y le ofrendaron regalos como mirra, oro e incienso. Hasta aquí los datos mínimos. Permíteme entonces hablarte un poco de la otra cara de la moneda, valiéndome de mis propios recuerdos.
El Día de los Reyes Magos era otra triste estampa de una sociedad carcomida por la injusticia, donde se mezclaba la alegría de unos pocos con la honda tristeza de muchos. Como colonia yanqui al fin y al cabo, se interpretaba como algo normal apreciar a los hijos de los opulentos e incluso de clase media, exhibir juguetes maravillosos como bellas muñecas vestiditas con ropita de lujo, o varoncitos portando el clásico revólver de fulminantes para simular disparos y sus cartucheras lujosas al estilo de las películas yanquis de indios y soldados.
En ocasiones los varones blancos y afortunados permitían jugar con los negritos del barrio, siempre que su rol fuera el de malo enfrentado por el bueno que siempre ganaba en la guerrita. (Fíjate hasta dónde nuestros infantes eran víctimas también de la desigualdad de las clases sociales y su racismo consustancial). No ignoro, obviamente, que siempre hubo infantes solidarios con el desafortunado. Pero, de manera subyacente, siempre quedaba implícito que los pocos deben tener derechos y los muchos conformarse con su destino de siervos de aquel.
En cierta ocasión, allá por mis lejanos 10 o 12 años pude ver un espectáculo que llegó a sembrarse en mi memoria como algo verdaderamente repugnante. El escenario era el Parque Central de La Habana. Un vehículo con una carga de juguetes que, la muy ilustre primera dama, y auxiliada por algún empleado, le tiraba a una verdadera multitud de madres, padres y niños ansiosos por capturar alguno de aquellos juguetes para pobres. Era un ejercicio de filantropía barata e insultante que caracterizaba, prensa presente por supuesto, la “nobleza” de aquella “gran dama” esposa de Fulgencio Batista, el mismo sátrapa que hizo sufrir tanto al pueblo cubano. Era una de las malvadas muestras de una sociedad aplastada por la injusticia.
Con tu permiso, me queda otro ejemplo: este escribidor, -como acostumbra definirse Ciro Bianchi, admirado colega cubano- allá por su primera juventud presencié una penosa escena encontrándome en una tienda de barrio pobre: una mujer alta, a todas luces madre de un niño que trae de la mano, se acerca a un mostrador que exhibe varios juguetes por el Día de Reyes. El muchachito ve una maquinita con su respectivo precio de 5 pesos; la madre lo separa un poco para que el hijo no haga fijación en aquel juguete que ella no puede comprarle porque sólo dispone de 2 pesos. Me percato de la situación y los 3 pesos restantes yo se los entregué.
Y aún hoy veo con claridad la mirada que me dedicó aquella madre. No pronunció ninguna palabra de agradecimiento. Sin embargo, en su rostro se adivinaba asombro, incredulidad, ojos ya cubiertos del brillo de unas lágrimas pugnando por aparecer, y sobre todo, gratitud. Nada me dice, pero yo adivino. Solo se acerca, y al inclinarse me da un beso. Ella y yo bien sentíamos lo que estaba detrás de aquella acción mía: una madre, entre miles pobres, que la sociedad le arrebataba el derecho de hacer un poco feliz a su hijito. Este ejemplo puede parecer, para algunos, quizás un tanto intrascendente, sin embargo, por sí mismo refleja una arista de aquella sociedad cubana que jamás volverá.
No es, por supuesto, mi deseo de aguar la fiesta a niños y mayores que mantienen la tradición. Sin embargo, me pregunto: por qué no desear que más allá de Reyes, existan unos pequeñitos, pero blanquitos, negritos, hembritas y varoncitos, formando un gigantesco coro que le cante a la paz y la solidaridad entre los hombres, de modo que no existan niños pobres, ni ricos, solo niños y niñas. Celebraríamos entonces el Día del futuro.


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