Crónica por el futuro

Nada tan horrendo, nada como ver morir a un niño de manera tan absurda, bien por hambre, o por enfermedad, o ¡ametrallado por un orate o por un soldado!  O morir en su propia escuela, o en su mezquita. Ningún dolor humano puede ser superior.

Como pólvora recorre el mundo la noticia de una nueva masacre, se produce el espanto y el horror, corren lágrimas. Se cierne en derredor, como un manto muy oscuro que nos abraza, el desaliento y el vacío, la certidumbre de la muerte inaudita. Para unos es la mala suerte, y que todo está escrito; pero para otros es un reto que hay que enfrentar para que triunfe la vida, y que triunfe allá, o más acá, o en otro lugar. No importa, lo que importa son los niños, los de la escuela o los de la mezquita.

Como dijo el maestro José Martí, los niños son la esperanza del mundo. Y no es posible presenciar el horror sin intentar evitarlo, no debe haber cabida para la resignación, porque ella nos conduce al cadalso, pero sí para  erguirnos y desafiar el mal, y la muerte, y el dolor. Al poderoso país, este humilde ciudadano del mundo le envía, consternado,  su pesar por el horror que sufrieron ayer en aquella escuela de Connecticut.

No es momento -sería como un insulto- para debatir diferencias políticas; nuestros pueblos, sí se conocen muy bien, respetan a Martí y a Lincoln. Saben que el dolor humano debe ser compartido, y que la solidaridad ayuda a soportarlo. No es momento tampoco para el cumplido de ocasión, porque ofende; pero sí para levantarnos sobre la muerte y trabajar por un mundo mejor en aras de que ninguno de nuestros retoños tenga que morir ya desde los primeros albores de la vida. Otro camino es el abismo.

Armas, ¡malditas armas! ¡Egoísmo maldito!, egoísmo que las produce para la muerte. ¿Para qué sirven?,  pues para eso, para el dolor, el sufrimiento, la agonía, para que muchos padres dejen de vivir viviendo, para que el mundo horrorizado vea cómo los pétalos de la flor se ensombrecen y mueren, en vez de alegrarnos el alma y ser inspiración de poetas y pintores; armas para que desaparezca la sonrisa encantadora de un nieto al besar nuestra frente ya arrugada, para aliviarnos las penas. Pero mucho más, armas contra el bosque tupido que da vida y color, o contra el río que otrora era caudaloso y bravío, y ahora solo un espejo que agoniza.

Ruego, sin oraciones, por el alma de estas criaturas, en un instante felices y al otro yaciendo en la oscuridad para siempre. Y ruego para que sus espectros un día surjan de la tierra, no para tomar venganza, sino para crear un mundo sin armas, donde la armonía y  la paz reinen por doquier.

¡Cesen las armas! ¡Que triunfen, al fin, la bondad y la ternura, el amor y la justicia!

Autor