Ángel Vázquez Millares, música y solo música (I)

Por: Alejandro Besada

Con 85 años de edad, Ángel Vázquez Millares tiene la mente mucho más ágil que el cuerpo que la soporta. Está recostado en su sillón, de donde se incorpora a medias para tenderme la mano.

Apenas puedo sentarme, y él empieza a hablar de páginas web, internet, de la realización de programas en la televisión… Se le nota un poco inconforme con el cómo se están haciendo algunas cosas. Sabe mucho de lo que ocurre en la radio y la televisión, a pesar de estar aislado en casa.

Concluye su disertación diciendo, “ya no lucho con eso. Yo digo que, por suerte, estoy en la última vuelta de una carrera de diez mil metros. Pobre la gente de tu edad, que tienen que dar unas cuantas vueltas todavía y nadie les garantiza que van a estar mejor”.

Ángel vive en un antiguo inmueble en Buenavista, municipio Playa. Está rodeado de libros, de reconocimientos por su trabajo en la radio, de discos de música. Todos abarrotan la última habitación de la larga casa, una especie de sala-comedor. Son su compañía, ellos y la música clásica que ahora suena de fondo.

“Perdóname, que hablo mucho. Al final no importa, yo digo lo que pienso. Si total”, dice antes de dar paso a la entrevista.

— ¿Cómo surge esa pasión por la música?

Yo soy hijo de españoles. En mi casa se oía por radio todos los programas de música española. Recuerdo una emisora habanera llamada Radio Cadena Suarito, que transmitía el domingo toda la tarde. Se ponía zarzuela, romanza, coro, dúo de zarzuela, y me di cuenta enseguida que eso era para mí.

Por el otro lado, la revelación de la música clásica fue más casual. Había pocas emisoras que tuvieran espacios para este género, pero los jueves y viernes de Semana Santa quitaban la programación y ponían música clásica, lo que tuvieran. A veces tenían cuatro o cinco álbumes de discos (de vinilo) de 78 revoluciones.

Ahí oí una música que me agarró. No sabía ni lo que era, porque ni el nombre anunciaban. Después me enteré que era la sinfonía “Patética” de Tchaikovsky, por ejemplo. A partir de ahí empecé a buscar en la radio programas que ponían ese tipo de música que a mí me llegaba.

Por suerte yo nací en el 37 y en el 48 anunciaron por la CMQ que iban a sacar una nueva emisora al aire, y yo oí la programación del primer día de CMBF. Ya tenía una emisora en la que podía oír música clásica todo el día hasta las 12 de la noche –quien le iba a decir que sus destinos estarían tan estrechamente ligados.

A partir de ahí, ya no dejé de interesarme por ese mundo, de leer, de estudiar, de aprender.

Sin embargo, el maestro Ángel no cree que todo sea una cuestión de aprendizaje o de casualidades. Para él cada persona viene con una predisposición y hay momentos donde esa vocación se revela.

Puedes pasar toda la vida y morir sin que esos instantes lleguen, pero si se producen, como a mí cuando oí aquella sinfonía, te das cuenta de inmediato. Te quedas pensado, ‘yo quiero hacer eso’. Y esas son revelaciones. Con una sola vez que lo vea, escuche o haga se le descubre, porque el espíritu humano es así, enseguida sabe dónde está lo que le interesa.
Yo sé que lo que estoy diciendo puede parecer anticientífico, pero es lo que he aprendido, lo que he visto y he vivido porque así fue que empecé con todo eso.

Mi entrevistado no se mueve mucho en su sillón. A pesar del calor que hay, viste con una camisa azul y un pantalón caqui, y medias con chancletas. Es un hombre delgado, de rostro pálido y demacrado, surcado de arrugas, que con los años ha perdido pelo. Eso sí, los ojos están muy vivos tras los espejuelos y, constantemente, sonríe al hablar de música.

Ángel decidió seguir esa revelación, y con 10 o 12 años ya tenía un tremendo repertorio de obras clásicas en la cabeza. En aquel momento cursaba el bachillerato en Belén, con los jesuitas, donde pudo establecer relaciones que lo acercarían por primera vez al mundo del arte.

Yo era becado, no pagaba. Los jesuitas me daban las clases gratis con la condición de que, después de las clases, trabajara un par de horas en la oficina. Trataron de que me hiciera cura, pero no pudieron conmigo –comenta riéndose.

No tengo vocación para eso, además de que en religión soy bastante poco tradicional. Fui del catolicismo al budismo y al orientalismo. A mí no me gusta mucho el mundo occidental, mi temperamento tiene más que ver con Oriente –irónicamente en una de las paredes de la sala-comedor cuelga una imagen bastante grande del Papa Francisco.

Como me decía al inicio, habla mucho. Sabe mucho, y de todo un poco. Salta con frecuencia de un tópico a otro y aun así se reencuentra con la línea argumental principal.

En Belén, conocí personas que tenían discotecas –Ángel se refiere a tocadiscos- y yo iba a sus casas y oía discos de música clásica, hasta que, después con el tiempo, mi papá me compró un tocadisquito.

A través de compañeros míos del colegio, me hice socio de Pro-Arte Musical, con 12 años. Era una organización de conciertos que pertenecía a señoras ricas y radicaba en el hoy Teatro Amadeo Roldán.

Yo pagaba dos pesos al mes y tenía derecho al segundo piso. Por dos pesos al mes, desde septiembre hasta junio del siguiente año, te daba por lo menos cuatro conciertos mensuales con los mejores solistas del mundo, que venían a tocar piano, violín, violonchelo… o cantantes de ópera. Allí iba a los conciertos de la Sinfónica Nacional, de la Filarmónica, a los conciertos de cámara. En Pro-Arte pude escuchar a los mejores de la época.

Me hice asiduo entonces de esas actividades. Comencé a ir al cine, a ver todas las películas que tuvieran que ver con conciertos, con música clásica, con ópera. También me hice aficionado del ballet.

Yo no me perdía ninguna función, primero en el Nacional y después en el Auditorio. Vi toda la época de oro de Alicia Alonso, de la creación del ballet nacional.

Iba a todo eso, oyendo además la CMBF y la CMZ, del Ministerio de Educación, hasta que cerraron esta última después de la Revolución. Ese era yo a los diez o doce, y después seguí a los trece, catorce, quince y dieciséis. Esa fue mi formación.

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