El amor también genera parentesco

Si un objetivo supremo tiene el nuevo Código de las Familias, que será sometido a referendo el próximo día 25, es el de atender las urgencias de todas las estructuras familiares existentes en el país, mediante la apertura de un abanico de derechos que haga solubles sus problemáticas, que responda a sus reclamos  y que ofrezca oportunidades.

Dicho de otra manera, se trata de respaldar, por medio de una norma jurídica de amplio alcance, todo lo concerniente al derecho familiar, en correspondencia, a su vez, con las paulatinas transformaciones que ha sufrido la sociedad y, con ella, también la célula fundamental que la sustenta.

Como nunca antes, se da la oportunidad de estrechar los lazos familiares, de acceder a la solución colegiada de conflictos, de abrir espacio para que todos los miembros de una familia sean escuchados, atendidos y respetados; se reconocen la diversidad y el valor de los afectos. Cada uno de los capítulos del Código es una puerta a la inclusión, al entendimiento y, lógicamente, al amor.

LA OTRA FAMILIA

Nadie duda de que los cubanos somos, por naturaleza, personas muy familiares. Eso se traduce en que, además de la familia con la que tenemos lazos de consanguinidad, casi siempre existen a nuestro alrededor personas con las que establecemos fuertes vínculos basados en el afecto.

En no pocos casos, esas personas sí llegan a ocupar en todo el sentido de la palabra el lugar de un familiar, literalmente asumen funciones y adoptan actitudes que, de manera tradicional, están reservadas a ascendientes, descendientes o hermanos. Sin embargo, en la legislación vigente no tienen reconocimiento alguno.

También el mérito de resolver ese conflicto lo tiene el nuevo Código de las Familias. Es por eso que, en el Capítulo I del Título III, dedicado al parentesco, define aquel que se reconoce a partir de lazos socioafectivos, y el denominado parentesco por afinidad.

El primero «se sustenta en la voluntad y en el comportamiento entre personas vinculadas afectivamente por una relación estable y sostenida en el tiempo que pueda justificar una filiación». Aclara que este es reconocido excepcionalmente por el tribunal competente y tiene los mismos efectos que el parentesco consanguíneo.

De este primero puede derivarse el reconocimiento de multiparentalidad, cuando se prueba la existencia de «un vínculo socioafectivo familiar notorio y estable, con independencia de la existencia o no de un lazo biológico entre una persona y la hija o el hijo; con el comportamiento de quien, como madre o padre legal, ha cumplido meritoriamente los deberes que le competen en razón de la paternidad o maternidad social y familiarmente construida, y de quienes por su intención, voluntad y actuación se pueda presumir que son madres o padres».

El parentesco por afinidad, por su parte, se manifiesta –de acuerdo con el texto– en la misma línea y grado, entre: a) Una persona y los parientes consanguíneos de su cónyuge o pareja de unión de hecho afectiva inscripta; y b) una persona y los cónyuges o las parejas de unión de hecho afectiva inscripta de sus parientes consanguíneos.

De este último se deriva una figura que, si bien es reconocida por primera vez dentro del derecho familiar en Cuba, sí existe desde hace mucho y tiene, sin duda alguna, un papel determinante en la estructura de no pocas familias cubanas: las madres y padres afines, definidos en el Capítulo IV del Título v del Código, como «los cónyuges o a la pareja de hecho afectiva que convive con quien tiene a su cargo la guarda y el cuidado de la niña, el niño o adolescente, como consecuencia de la formación de familias reconstituidas».

Se trata de quienes conocemos popularmente como madrastras y padrastros y que, en no pocos casos, cumplen la función real de madres o padres pero, ante la ley, no tienen derecho alguno. Incluso, pese a los fuertes vínculos que puedan haber creado con su hijo o hija afín, una vez concluida la relación, son privados de toda comunicación con ellos (algo que también resuelve el Código).

También se da el caso de que, durante un tiempo determinado, quedan a cargo de esos menores de edad, por decisión expresa de su madre o padre biológico, pero no existe en la legislación vigente respaldo alguno para ello.

Se trata, sin duda alguna, de un paso vital para salvar lazos afectivos que no tienen por qué ser rotos, a no ser que se determine así por las autoridades competentes, en pos del interés superior de niñas, niños o adolescentes. Es, en definitiva, otra manera de salvar el amor, como principal sustento de una estructura familiar.

COMUNICACIÓN: UNA NECESIDAD CONVERTIDA EN DERECHO

Más allá de que socialmente se reconoce la importancia de la comunicación como práctica habitual e imprescindible de las relaciones humanas, en la realidad cotidiana no sucede así.

Específicamente al interior de las familias, muchas veces la comunicación se condiciona, dependiendo de intereses unilaterales, de conflictos, resquemores, rupturas matrimoniales, entre otras causas. El resultado es que se priva a una persona de sus relaciones con otra que le es afectivamente cercana, sesgando así lo que debe ser, a todas luces, un derecho.

Es por eso que la norma jurídica específica que ese principio básico de las relaciones entre parientes (ascendientes, descendientes, hermanos y otros parientes y personas afectivamente cercanas que justifiquen un interés legítimo atendible), solo puede ser limitado por decisión judicial, «fundada en el interés superior de la niña, el niño o adolescente y en el beneficio de la persona adulta mayor o en situación de discapacidad, de acuerdo con su autodeterminación, voluntades, deseos y preferencias».

Esa disposición abarca todos los ámbitos de la comunicación, incluso aquellos relacionados con el uso de medios tecnológicos.

¿Por qué dedicar un capítulo a este tema específicamente?, porque es muy triste que un padre o madre que no convive con sus hijos sea limitado de hablar con ellos, pasar tiempo juntos, llamarse por teléfono. Es inconcebible que los abuelos sean privados del contacto imprescindible con sus nietos y viceversa, que un anciano o una persona en situación de discapacidad no pueda ver o hablar con otros familiares fuera de su cuidador, y otras muchas variantes del problema.

Sucede también que se impide, por cualquiera de los miembros de la familia, que los niños y niñas o personas adultas mayores puedan relacionarse con personas que, a pesar de no tener lazos sanguíneos con ellos, les son afectivamente cercanas.

Es por ello que este Código establece también el deber, para quienes tienen a su cargo el cuidado de menores de edad, ancianos o personas en situación de discapacidad, de facilitar esa comunicación, porque es, en definitiva, una necesidad basada en el cariño y en lazos que no se rompen con el alejamiento abrupto.

Cortar las vías de contacto entre personas que se aman puede ser, a todas luces, algo traumático. No cabe duda de que en adultos mayores o enfermos genere estados de depresión y angustia, al igual que para aquellos a los que se les impide el contacto. Para niños, niñas y adolescentes puede significar la existencia de traumas que los acompañen a lo largo de su vida, heridas abiertas que no sanan y, si lo hacen, dejan huellas imborrables que se traducen en comportamientos rebeldes, erróneos y perjudiciales.

Reconocer ese derecho y ampararlo bajo el manto de una ley es, sin duda, un paso decisivo para romper barreras que casi siempre son impuestas por los que menos sufren esa incomunicación.

Es un acto de justicia y humanismo, que habla también de la profunda sensibilidad y el respeto que muestra este Código por los sentimientos y las emociones en su estado más puro.

De ahí que seamos capaces de ver lo avanzado del texto, en el que, al decir de la vicepresidenta de la Unión Nacional de Juristas de Cuba, la doctora Yamila González Ferrer, lo que nos pueda no gustar, tampoco nos afecta y puede, sin embargo, ser muy beneficioso para otra familia cubana.

Autor

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

+ ochenta dos = noventa