Martí, un camino para salvar lo que merece ser salvado

Vivimos en un mundo de constantes, cambiantes y renovadas crisis. No es en absoluto una visión catastrofista o basada en un pesimismo crónico del que bajo ningún concepto me declaro militante, sino una realidad a la que, lejos de temerle, toca seguir haciendo frente como concepto primario de supervivencia.

Crisis económicas y políticas generan, a su vez, crisis sociales y son, en definitiva, un amasijo de inestabilidades que complejizan sobremanera los esfuerzos globales de paz, entendimiento, colaboración y respeto a las soberanías nacionales.

Lógicamente, esos procesos convulsos que parecieran, por su frecuencia y variabilidad, explosiones espontáneas, no lo son en absoluto. Si bien es cierto que, para bien o para mal, generan cambios, también lo es que siempre existe un alguien al que le convienen, un alguien que se beneficia de ellas, y las convierte en su proyecto particular de realización.

Si en el título de este texto se hace referencia a Martí, por qué iniciar entonces con tales reflexiones que, aparentemente, nada tienen que ver con el Apóstol.

La razón es muy sencilla. Primero, y más importante, porque Martí tuvo la visión de desenmascarar a tiempo a uno de esos actores tristemente célebres a los que, como a ningún otro, convienen ciertas crisis, al punto de convertirse en notables impulsores de ellas. A veces de forma solapada e hipócrita pero, a la altura del siglo XXI, con el mayor descaro y cinismo que alguien pudiera imaginar.

La segunda de esas razones pasa por un tamiz mucho más delicado, y viene a constituirse, precisamente, en el objetivo esencial de estas reflexiones.

LA CRISIS DE LOS PARADIGMAS

Hay un lado mucho más oscuro tras las incesantes convulsiones de las sociedades modernas, que es difícil observar a simple vista. Un proceso lento, que transcurre agazapado tras la violencia, las sucesiones de poder o los tambaleos de las economías más débiles.

Resulta una problemática de múltiples manifestaciones, cuyas consecuencias nefastas arrastran al ser humano a la pérdida irremisible de su esencia. El fenómeno es, a su vez, causa y consecuencia del actuar lamentable de nuestra especie y, por si fuera poco, el futuro está en su centro. Niños y adolescentes devienen víctimas de una grotesca y amenazadora crisis de valores, ideología, cultura, principios y para no extendernos, casi todo el componente inmaterial de la personalidad y el carácter del ser humano.

En otras palabras, esas nuevas generaciones están asistiendo a lo que bien pudiera resumirse como crisis de los paradigmas, refiriéndonos claro, a la acepción del término que apunta al ejemplo o modelo de algo, de acuerdo con el diccionario.

Este fenómeno se mueve en dos aristas esenciales, cada una tan importante y peligrosa como la otra, si desdeñamos su impacto en la formación de esos segmentos tan sensibles de nuestra sociedad, y aquí me salto el plural. Porque si bien el nuestro sigue siendo un país de paz, con claros principios éticos y morales definidos socialmente, con un sistema educacional pensado para construir mejores seres humanos y no máquinas consumistas, no somos un átomo aislado.

Debemos reconocer que, aunque nos hemos empeñado en que la dureza de los tiempos no nos robe la ternura, sí ha hecho mella en nuestro sistema de valores. Sumémosle a eso que las constantes influencias de tendencias foráneas en casi todos los ámbitos del entorno social dejan su huella, y debe ser ese y no otro, nuestro punto de partida, si queremos enfrentar con realismo el alcance de tales problemáticas.

Dos dimensiones del fenómeno decíamos y, volviendo a esa línea, se trata por una parte de la elección equivocada que hacen las más jóvenes generaciones de sus paradigmas de éxito, de triunfo, de realización personal, escogidos de un entorno en el que pululan la superficialidad, el consumismo, la degradación moral, los escándalos….

Por otra parte, y mucho más importante, estamos nosotros, los adultos, llamados a ser esos paradigmas a los que se acercan en primer lugar y que, en no pocas ocasiones, dejamos mucho que desear si de buenos ejemplos se trata. Lo cierto es que, intentando satisfacer las necesidades materiales que nos abruman, nos olvidamos de algo imprescindible, alimentarles el alma.

UN ANTÍDOTO AL MODELO DEL HOMBRE ENAJENADO

Fue necesario ese preámbulo tal vez demasiado largo para traer a colación a Martí. Y lo fue precisamente porque no en balde una figura de tan elevado alcance, cuyas responsabilidades con la Patria apenas le dejaban espacio para otros asuntos, dedicó a los niños parte de su talento, esfuerzo, bondad y previsión.

Como pocas figuras de la historia, la política y la literatura cubanas, hay en su obra un cúmulo de saberes, de valores humanos, de principios éticos y morales que constituyen paradigma, si queremos encauzarlos como seres verdaderamente humanos.

En medio de tales tribulaciones se nos ha venido encima la era de la invasión tecnológica en nuestras vidas, desde edades cada vez más tempranas y, con ella, un contacto mucho más directo con un ecosistema que necesita oportunas diferenciaciones para las que, indudablemente, no están preparados.

Decíamos que crisis de toda índole benefician siempre a alguien a la larga, y quienes apuestan por esa que desdeña nuestro componente espiritual, lo hacen porque saben que un ser enajenado es vulnerable, y saben también que mientras más temprano se logre ese estado de desconexión (paradójicamente en la era de las conexiones), será mucho más fácil manipularlo.

En ese entramado se imponen como regla la fabricación de símbolos, la extranjerización del pensamiento, a la par que se deconstruyen las herencias ideológicas y culturales de los pueblos, como garantía de la inminente pérdida de los pilares que los sostienen. Así se edifican los falsos paradigmas, en detrimento de los verdaderamente valiosos.

Si esa realidad nos circunda, si no podemos escapar de ella, ¿cómo hacerle frente? Acudir a referentes seguros es una forma, y hay, en el legado del Apóstol, hermosas, sinceras y profundas apuestas a la sensibilidad, a perfeccionar desde el amor y la paciencia, desde las lecciones de vida, tangibles e imitables, el carácter y la personalidad.

Los tiempos modernos están urgidos de cubrir también necesidades afectivas, y sobreponerlas a la tergiversación del ser, a la matriz errónea y harto compartida de que sí hay caminos llanos para llegar a las estrellas.

Martí es un modelo, un puerto seguro, un camino abierto a la reflexión, al que debemos llegar primero nosotros, si queremos que lo hagan nuestros hijos. Busquemos entre sus líneas la oportunidad de crecer, para que crezcan ellos tras los pasos más acertados que podamos andar. No será fácil, pero se hace necesario, más aún, imprescindible.

Intentemos que descubran en ese hombre universal e imperecedero lo que es, un paradigma excepcional para este y todos los tiempos; pero no lo dejemos a la espontaneidad de los años de inexperiencia que aún no tienen la total capacidad de discernir. Traigámoslo a ellos, tangible, real, cercano. Formas de hacerlo todavía hay muchas, y no hemos sido capaces de elegirlas con certeza.

Siento, sé, estoy segura de que Martí está listo para reinventarse en este hoy, en el mañana. A 170 años de su natalicio, se lo debemos, porque necesitamos que dialogue con las nuevas generaciones de cubanos, para que, desde la más absoluta transparencia y la impoluta rectitud de su carácter, pueda ayudarnos a salvar todo aquello que merece ser salvado.

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