Ocurrió al comenzar este mes, pero no por eso ha perdido ni perderá vigencia el asunto porque seguimos izando la enseña nacional cada mañana en escuelas, centros de trabajo, instituciones… y apenas hace unos días la doctora Graziella Pogolotti comentaba al respecto que «la batalla contemporánea por la supervivencia de las naciones se libra en el terreno de la cultura otra, la que entra por los poros, por las distintas vías de comunicación masiva. Es la que interviene directamente en la vida cotidiana, fabrica sueños, favorece la evasión e inhibe el ejercicio del pensar (…) la cultura nutre el imaginario popular y cristaliza en los símbolos sagrados de la patria».
Ese espectáculo de menudos pedazos, remedos de banderas, agitándose rítmicamente junto a la música, paradójicamente aconteció en vísperas de la trigésimo sexta Feria Internacional de Turismo FITCUBA 2016.
O sea, un día después y justo frente al escenario de cruceristas y bailadoras, los debates de ese encuentro internacional, que contó con la presencia del ministro cubano de Turismo, se desplegaban en torno al tema cultura y patrimonio.
Obviamente, la cultura trasciende lo artístico y literario, de ahí que también sea un hecho cultural el arribo del crucero y la coreografía que le recibió.
Es sabido que los símbolos cambian de significado por tratarse de objetos materiales que representan ideas abstractas, al decir de Humberto Eco, y al evolucionar las ideas, pues evolucionan sus expresiones.
Pero, ¿hasta dónde pueden resignificarse símbolos de connotación sagrada como una bandera?.
El estudioso y profesor italiano de Semiótica, radicado en Argentina, Victorino Zecchetto, razonaba en su artículo «El persistente impulso a resemantizar» sobre cómo «la resemantización en el fondo, es eso, el proceso de hacerle recomposiciones a la memoria, a las versiones de la existencia, aún sabiendo que probablemente no logremos modificarla mucho, porque intuimos que el significado de su eje de fondo, permanecerá el mismo. Y en ese punto se acaba la resemantización y empieza la interpretación».
No digo que las banderas nacionales deban permanecer bajo fanales. Hay naciones que han incorporado la suya a prendas de vestir, calzados y artículos para el hogar, entre otros. Y no hay por qué dudar del sentido de pertenencia y orgullo patrio de sus ciudadanos.
A partir de esos sentimientos, y como tendencia bien manejado, es extraño, por ejemplo, consumir audiovisuales de esos países donde valores como el heroísmo, la valentía, la fuerza, la destreza, no vayan asociados a la imagen, a veces en tercer o cuarto plano, pero siempre presente, de la enseña patria. Desde películas hasta comerciales.
Sería bueno ver la bandera cubana en gorras, pulóveres, mochilas; que cada quien tuviera la posibilidad de adquirir una bandera y colgarla cuando quisiera, cuando los sentimientos le motivaran, a la entrada o en el balcón de su casa.
Pero me aterra que «recomposiciones a la memoria» como el mencionado vestuario de las bailadoras acaben por desdibujar acontecimientos y connotaciones esenciales para la nación. Y es que, además de las más reiteradas en aulas, textos y discursos, la bandera cubana somos todos, más allá incluso de posturas políticas o ideológicas. Somos todos y nos debemos respeto.
En las cinco franjas, el triángulo y la estrella ondean no solo los rostros de Martí, Céspedes, Perucho y tantas figuras de las gestas independentistas.
También asoma entre el blanco, el rojo y el azul el cubano de a pie cuya heroicidad es la cotidiana y anónima; el que optó por resistir y el que no, el vanguardia y el vago, el decente, el corrupto; el oportuno y el oportunista; «el que roba comida y después da la vida», como cantara Silvio.
Está muy bien que Cuba se abra al mundo (de hecho siempre estuvo abierta) y que el mundo se abra a Cuba, pero siempre desde el respeto a sí mismo y al otro.
Martí lo dijo mejor que nadie: «O la república tiene por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto, como de honor de familia, al ejercicio íntegro de los demás; la pasión, en fin, por el decoro del hombre, ─o la república no vale una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos».