El arte no es lujo ni lucro

Nadie pidió a cantantes, músicos y gente común en Italia salir a los balcones para apoyar a los vecinos y entonar canciones y aplaudir al personal sanitario que brega con los enfermos.

En Buenos Aires, desde Belgrano, Caballito y Recoleta hasta Núñez y Quilmes, el último sábado más de un centenar de argentinos se sumaron al canto que busca concientizar la importancia de cumplir con el aislamiento social preventivo para contener la expansión del coronavirus.

Pongo el oído en Barcelona para escuchar a Pau Donés, líder del grupo Jarabe de Palo, mientras recicla su tema Los ángeles visten de blanco, motivado «al detectar en las redes actitudes altruistas de la gente para con los demás, no solo sanitarios, sino gente que canta una ópera o alguien que toca la guitarra; por eso pensé en recuperar la canción y soltarla para los vecinos del barrio».

Chucho Valdés ofreció un recital desde su casa y lo puso a circular por las redes sociales, sobre la base de una impresionante versión del segundo movimiento del Concierto de Aranjuez, de Joaquín Rodrigo; y el clásico Bésame mucho, de Consuelo Velásquez, como para recordarnos que el distanciamiento social, más que necesario, es una cosa y otra los sentimientos.

El gran pianista no ha sido el único artista cubano en pronunciarse por estos días; otros, de todas las edades, lo han hecho, a la vez que comparten preocupaciones e incitan a sus conciudadanos a velar por la salud y actuar con sensatez en medio de tan complejas circunstancias. Realmente estimulantes las iniciativas que en tal sentido han promovido jóvenes como David Blanco y Rey Montalvo, y la transmisión en línea del encuentro de Omara Portuondo y la Orquesta Faílde.

Contrastan las actitudes antes descritas con las de individuos inescrupulosos que, en nombre del arte, intentan conquistar un minuto de fama pagada por quienes pretenden destruir nuestro orden social. En un país donde sus habitantes apuestan por la convivencia, el respeto y la unidad para encarar dificultades y vencer obstáculos como los que los pagadores de aquellos sujetos nos han impuesto desde hace 60 años, indigna mucho más la provocación oportunista y la doble moral, sobre todo si mezclan de manera espuria el combate a la pandemia con el ultraje a los símbolos patrios.

Al referirme a uno de estos casos, el domingo coloqué el siguiente mensaje en mi muro de Facebook: «La bandera es sagrada. Es mucho más que un rectángulo de tela que flamea en lo alto. Encarna valores históricos, simbólicos, sentimentales. Medrar con ella es un acto de infinita bajeza. Subastarla bajo el pretexto de un falso altruismo deviene un acto de infinita vileza. Nada de esto tiene que ver con el arte. Ser artista es ser responsable éticamente. Si alguien no lo entiende, que respete. Hablo en mi nombre, pero estoy seguro de que la inmensa mayoría de los escritores y artistas cubanos que pertenecemos a la Uneac suscribimos los versos de Bonifacio Byrne y los asumimos como razón de vida».

Un poco antes, ese mismo día, un joven intelectual, Yasel Toledo, publicaba en su blog personal una interesante apreciación del problema: «En la guerra simbólica actual ya no solo se disparan balas enmascaradas, alejadas de ruidos y grandes explosiones, con la pretensión de socavar cimientos ideológicos, penetrar en las sensibilidades y circular como veneno en las mareas de los pueblos. Ahora también quieren escándalo, bulla, supuestas víctimas. Por eso la dimensión de las provocaciones. Detrás de estos hechos hay dólares, una campaña mediática y mucha mala leche».

Al conectarme con la red social el lunes en la mañana, advertí cómo en menos de 12 horas recibí adhesiones de artistas y otros que no lo son, de escritores y lectores, de amigos y personas que no he tenido el gusto de conocer, de ciudadanos cubanos y extranjeros. Tantísimos que, por encima de diferencias, coincidimos en que el arte no es lujo ni lucro, ni plataforma para despatriarnos.

 

 

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