La noche de cara al sol (+ Video)

No sabía Leonor, muchacha transida aún por el dolor agónico de convertir un cuerpo en dos, que a causa de su primogénito José Julián, ese inofensivo y desvalido ser que apretaba contra el pecho, lloraría su amor, y el corazón, mártir, se le llenaría de espinas.

Pero entre aquellas espinas brotarían, al fin, flores. Había nacido en 1853, el 28 de enero, un esclavo de sus doctrinas, un Apóstol rendido a los pies de la Patria, un alma sensible y fortalecida por esa misma percepción extrema de la justicia, de la moral, de la belleza.

Martí, que eligió la estrella, espantado ante la ignominia del yugo, y consciente de que ella, a la vez que iluminar, mataba; conocedor de la ingratitud probable, de que quien lleva luz se queda solo; incapaz de odiar, anhelante del placer del sacrificio.

Él, misterio nacido cual la cumbre nació de la montaña, talento excepcional, entregado a la palabra devotamente y prolífico dueño suyo; frágil ante la traición, la del amor y la de la lucha; honrado hasta la desmesura; irrepetible.

Puede Cuba, y debe, preciarse de que en su tierra viniera a existir, y por arrebatado sentir hacia su suelo, encontrara en ella la muerte un hombre universal, un vivo que a vivir no tuvo miedo, y por eso un paso más subió en la sombra.

No es cierto que nació sin sol aquel homagno generoso, cultivador de rosas blancas. Llegó envuelto en luz quien escogió marcharse de cara a ella. Por eso, cada vez que renace, la noche de la Patria –cuya esencia bien pudiera resumirse en él– se llena de pequeños soles.

Por el Apóstol, religión de los cubanos dignos, se encienden las antorchas, el cielo se abre, y en medio de los mundos se amanece.

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