Según datos de Naciones Unidas, a nivel mundial:
- En términos de salario e ingresos, las mujeres perciben 23% menos que los hombres.
- Ocupan apenas el 24% de los escaños parlamentarios, y son menos del 7% de los líderes mundiales.
- Una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual y 200 millones de niñas–mujeres han sufrido mutilación genital.
- Existen restricciones legales que impiden a 2 700 millones de mujeres acceder a las mismas opciones laborales que los hombres.
- Las mujeres jóvenes que mantienen una familia tienen 25% más de probabilidades que los hombres de vivir en la pobreza extrema, lo que afecta a millones de niños y niñas pequeños, con consecuencias que repercuten a lo largo de la vida de la madre y el niño y la niña.
- Hay una serie de obstáculos que permanecen sin cambios. Las mujeres y las niñas siguen siendo infravaloradas; trabajan más, ganan menos y tienen menos opciones, y sufren múltiples formas de violencia en el hogar y en espacios públicos. Además, existe una amenaza significativa de reversión de los logros feministas que tanto esfuerzo costó conseguir.
- En 18 países, los esposos pueden impedir legalmente que sus esposas trabajen; en 39 países, las hijas y los hijos no tienen los mismos derechos de herencia, y en 49 países no existen leyes que protejan a las mujeres de la violencia doméstica.
En Cuba estamos hoy libres de muchas de esas limitaciones, pero aún debemos seguir cambiando mentalidades, patrones que siguen siendo inculcados en algunos de nuestros niños: los que deben tener muchas novias, los que no pueden entrar en la cocina ni tomar en sus manos una frazada de piso ni lavar, los que no deben saber cuidar, los que no pueden mostrar sensibilidad ni una lágrima en sus ojos, los que deben tratarlas con lenguaje sexista y ser sostenedores materiales pero nunca compañeros de hogar y tareas cotidianas.
Mantengamos la tradición (y cada vez más la ignoramos, mirando a otra parte): cedámosles el asiento en el ómnibus o el salón de espera, pero (cambiemos el enfoque) no porque sean el “sexo débil”, porque no lo son. No hay hoy un campo vedado a las mujeres: están en las artes y el magisterio y la medicina, la ciencia y la tecnología, la investigación y la producción; en fábricas y campos, en el Gobierno y el Parlamento, en emprendimientos y en industrias creativas; practican deportes “rudos” sin dejar de ser bellas; manejan maquinaria pesada tanto como escalpelos, conceptos de avanzada o códigos informáticos.
La época, el desarrollo tecnológico y social, la continua lucha por un mundo libre de inequidades nos llaman hoy a desafiar y repensar los patrones hegemónicos de belleza, femineidad y masculinidad, alejarnos de la zona de confort de lo binario y comprender que no es una sola la belleza femenina; que hay, para estar a tono con los tiempos y la realidad, con la justicia, femineidades y masculinidades.
Cedámosles el asiento o el paso porque sigue siendo nuestra forma de “quitarnos el sombrero”, de homenajearlas cada día y en todo momento porque crean, perseveran y siguen dando afectivamente y avanzando profesionalmente –muchas veces con el doble del esfuerzo y una voluntad férrea, superando prejuicios y celos machistas– a pesar de que todavía deben llevar el peso mayor en los hogares, en el cuidado hogareño de enfermos y discapacitados y ancianos (un frente que, con el cambio demográfico que tiende al envejecimiento, debe ser cada día más asunto de toda la familia, no solo de ellas).
Apreciemos la belleza –porque es imposible no verla–, pero no creamos cómoda y erróneamente que cuando una mujer es coqueta, o lleva ropas cortas o ajustadas se está “ofreciendo” y dando vía abierta y derecho a ser vulgarizada, sexualizada, vista como simplificado objeto sexual en vidriera y subasta. No hay argumentos ni atenuantes para la humillación y la cosificación sexual, la vulgaridad y la agresión física o psicológica; ese pretexto de decir, luego de agredir, “es que pensé que…” o “como vestía así…”.
“Y la culpa no era mía, ni dónde estaba ni cómo vestía”: millones de mujeres, con ojos vendados, han cantado en todos los continentes la letra nacida en Chile, porque ya no quieren ser juzgadas o subvaloradas por sus ropas y cuerpos, porque reivindican el derecho a tener su espacio, a ser libres y decidir sobre su propio cuerpo, a elegir libremente.
Hoy, cuando demos flores y besos y abrazos, cuando tengamos gestos que iluminarán sus rostros e incluso –porque no son gestos de todos los días– pondrán en ellos expresiones de extrañeza, pensemos también en estas realidades y en cómo asumir los retos y cambios impostergables que pone ante nosotros el acto responsable, justo, lógico, natural y sensato de verlas como iguales. Bellas, sensuales, inteligentes y sabias, tiernas y amorosas, talentosas, esforzadas y sacrificadas, entregadas, imprescindibles y valientes… Iguales.