Volver a Nuestra América

José Martí también nos deslumbra con la sabiduría de un visionario que ya en el siglo XIX advertía: “(…) el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y defienden con sus vidas”.

A la luz de estos tiempos “nuestras dolorosas repúblicas americanas” – como las llamara Martí en el ensayo del que fueron tomados los fragmentos anteriores- padecen, con nombres nuevos, los viejos males que les legaron cuatro siglos de colonialismo.

El repunte de las fuerzas de derecha en América Latina no solo coloca a los pueblos originarios en el umbral de la exclusión social, discriminando a negros, mujeres, campesinos, homosexuales, obreros, extranjeros, pobres, nativos; exacerbando el odio y el temor al otro; también los despoja de sus recursos naturales, convenientemente colocados en manos de compañías transnacionales.

Desde finales de la década pasada hasta la fecha, en el contexto latinoamericano más de un presidente progresista, con maniobras parlamentaObra de Servando Cabrerarias y mediáticas, ha sido sustituido por representantes de las oligarquías y las élites nacionales o ha sido procesado para desaparecer la posibilidad de reelegirlo.

El paso siguiente ha sido eliminar las políticas sociales que beneficiaban a las mayorías, privarlas de derechos que una vez ganaron y descabezar movimientos populares. Mientras, por miles se desplazan en fila rumbo al «sueño americano» y se dan de bruces con un muro de marginación y xenofobia. «Peca contra la humanidad — señala Martí— el que fomente y propague la oposición y el odio de las razas», pero lamentablemente muchos hacen oídos sordos ante esta verdad.

El concepto martiano de Nuestra América tiene 128 años (el ensayo homónimo se publicó en enero de 1891 en Nueva York y en México). En ese momento antiguas colonias españolas ya habían alcanzado su independencia y las jóvenes repúblicas despertaban los apetitos del imperio que se gestaba en América del Norte.

Martí, por su parte, ya había sufrido prisión en Cuba y destierro en España; había vivido y trabajado en varios países de América (México, Guatemala, Honduras, Venezuela, de ahí su identificación y empatía con el destino de estos pueblos), había estado en Francia, conocía Estados Unidos y había alcanzado la madurez política suficiente para comprender la necesidad imperiosa de la unidad de los cubanos en su lucha por la independencia, esfuerzo que cristalizaría en la fundación del Partido Revolucionario Cubano.

Esa misma unidad la quería El Apóstol para las naciones del subcontinente americano que, aunque se habían desprendido de la dominación española, estaban expuestas al dominio estadounidense. «El desdén del vecino formidable, que no la conoce, es el peligro mayor de nuestra América», dijo Martí en Nuestra América.

Desde la publicación del ensayo martiano o incluso antes, salvo las honrosas excepciones de alianzas estratégicas a favor de la integración regional —que no siempre han sido perdurables— y de personalidades que han sabido calibrar el valor de la unidad,  ha sido la falta de esta un obstáculo importante en el desarrollo de sus pueblos, debilidad hábilmente utilizada por los grupos de poder para afianzar su posición hegemónica.

Obra de Jorge ArcheEn los últimos años grupos como el ALBA y Unasur han visto amenazada o reducida su membresía (y con esto su fuerza aglutinadora), al tiempo que aparecen o resurgen formaciones de derecha, abiertamente contrarias a las posiciones progresistas de las primeras y con una agenda que apuntala el vínculo con las políticas imperiales en un intento de echar por tierra la cooperación Sur – Sur o el contacto con los grupos más avanzados de las economías emergentes como BRICS para, en última instancia, dejar a América Latina y todo su potencial económico y natural a merced de la potencia del norte.

A tenor con las nuevas tecnologías, las formas de fragmentar esa unidad tan necesaria han sido renovadas, por eso la inmediatez y la inocuidad aparente del mundo digital llega a imponer una imagen de nuestros pueblos que no deja espacio para lo autóctono de estas tierras.

Salvando la distancia de más de un siglo, las palabras de Martí no han perdido actualidad: «El deber urgente de Nuestra América es enseñarse como es».

Al inicio del milenio más de un estadista señalaba que América Latina no estaba viviendo una época de cambio, sino un cambio de época. Con 100 años de antelación, cuando las colonias americanas empezaban a ganar su condición de repúblicas, el Héroe Nacional de Cuba escribía: «El problema de la independencia no era el cambio de formas, sino el cambio de espíritu».

Más que un llamado a la unidad —«Con los oprimidos había (hay) que hacer causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores»—, a la ética —»No hay odio de razas, porque no hay razas»— y a la defensa de nuestras raíces —»Ni el libro europeo, ni el libro yanqui, daban (dan) la clave del enigma hispanoamericano»—, Nuestra América es la confirmación de que no es poco lo que falta por hacer.

Por fortuna permanece la resistencia, en el pensamiento de los intelectuales comprometidos, en las manifestaciones de los estudiantes en las calles, en los pueblos que buscan unirse como forma de sobrevivir y en los líderes que no han perdido la brújula de la construcción colectiva del bien de todos.

Hay que leer una y otra vez Nuestra América y convencernos de que «Estos países se salvarán, porque (…) le está naciendo a América, en estos tiempos reales, el hombre real».

 

 

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