Abel Santamaría Cuadrado, la virtud de conmover

Esa actitud de Abel ante el trabajo no sorprendía a Benigno y a Doña Joaquina, mucho menos a su hermana Haydée, ni a los muchos amigos y a las muchachas del batey que mientras se refugiaban en los ojos más lindos de la comarca lo habían conocido tiempo antes de partir a La Habana como trabajador de la tienda de víveres del ingenio donde sufría por las penurias de los campesinos en tiempo muerto, y donde pudo conocer muy de cerca las luchas del líder azucarero Jesús Menéndez Larrondo a favor del campesinado.

Cuando el joven Abel Santamaría Cuadrado regresó de paso a su pueblito donde había hecho dos veces el sexto grado, no por falta de inteligencia (que le sobraba), sino para no perder el tiempo de cultivarse ante la imposibilidad de los padres de costearle otros estudios; nadie, excepto su maestro Eusebio Lima Recio, martiano hasta los huesos, logró, sin descubrirlas totalmente, conocer que Abelito viajaba a Santiago de Cuba con otras intenciones entre manos.

Faltaba poco más de un mes para el 26 de julio de 1953. Abel ya cargaba en las entrañas las reuniones en el apartamento de 25 y O en el Vedado habanero con amigos como Jesús Montané Oropesa, Raúl Gómez García, Boris Luis Santa Coloma, Melba Hernández y Haydée Santamaría, la hermana de sus ojos que había llevado a La Habana junto a él y que percibió la felicidad de Abel por aquel 1 de mayo de 1952 en que durante un acto de recordación en el cementerio de La Habana en homenaje a Carlos Rodríguez (obrero muerto en una protesta por el aumento del precio del pasaje), conoció a Fidel, un muchacho de la Universidad de La Habana que sí tumbaría a Batista.

Desde mucho antes Abel asistía a espacios de encuentro de jóvenes con inquietudes políticas enfocados en derrocar la tiranía, militaba en el Partido Ortodoxo y era miembro de su comisión de Asuntos Campesinos, pero nunca le tembló la mano para criticar el ala conservadora de la ortodoxia, porque si algo definía al joven encrucijadense era la justicia y la entereza.

Como cada día 16, en el marzo del año del Moncada, Abel asistió junto a miembros del Partido Ortodoxo a la tumba de Chibás, habían pasado seis días luego del Golpe de Estado de Batista.

A la jornada siguiente, insatisfecho por la actitud de la dirigencia ortodoxa ante el Golpe, Abel les dirige una misiva manifestando su inquietud e instándolos a tomar cartas en el asunto: “una revolución no se hace en un día, pero se comienza en un segundo”.

A pocos días de la mañana de la Santa Ana, Abel también guardaba en las entrañas los secretos de la tirada de los periódicos clandestinos “Son los mismos” y “El Acusador”, que el 25 de agosto de 1952 habían comprometido su estancia en La Habana y lo obligaban a marcharse a criar pollos a Santiago de las Vegas, inversión para la que Abelito muchas veces solicitaba ayuda financiera a padres de amigos, dinero que junto al de otros no hizo más que convertirse en las 158 armas que enrumbaron a Oriente a las puertas del 26 de julio.

Un día, entre el día de las madres y el día de los padres de 1953 Doña Joaquina y Benigno despidieron a Abelito en el central Constancia porque iba para Santiago de Cuba a criar pollos. Amaneció 26 de julio y estuvo en las acciones del Moncada. Entre humo y metralla el Sargento Eulalio González, “el tigre” de la guarnición del cuartel, intentó cegarle el futuro. Y no sabemos si lo logró, quizás porque cuando Haydée escribió desde la prisión de Guanajay:

“Mamá, Abel nunca nos faltará”, lo hizo no solo pensando en la familia, sino en miles capaces de vibrar con el temple de aquellos muchachos; admiración que por Abel va más allá, porque a la distancia del tiempo Abel Santamaría Cuadrado sigue siendo de esos héroes con la virtud de conmover.

Parque Museo Abel Santamaría Cuadrado, en restauración en Santiago de Cuba. Foto: Santiago Romero Chang.

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