La guerra sin odios

Fue este un conflicto diferente a los dos anteriores, pues había sido impulsado por una agrupación política, el Partido Revolucionario Cubano organizado en las emigraciones, y contó con un proyecto o programa sustancialmente elaborado por José Martí, de alcance insular, continental y universal.

Desde 1880 el Maestro había establecido dos puntos esenciales en su ideario independentista: la revolución de Cuba no podía ser solo un estallido de la cólera sino obra de la reflexión y el pueblo, la masa adolorida es el verdadero jefe de las revoluciones.

Al mismo tiempo, insistió repetidas veces en que la tozudez del sistema colonial no permitía cambio alguno y que por ello había que acudir a la armas para su derrocamiento. La guerra, pues, era para él un procedimiento necesario, impuesto por esas condiciones; no había otra vía para alcanzar un país libre, «con todos y para el bien de todos».

En lo que a primera vista podía parecer un contrasentido, Martí insistió en sus numerosos textos llamando a organizar una guerra de amor.

La lucha armada, que, desde luego, significaba muertes, debería estar presidida por el amor, no por el odio. Fina García Marruz, con su aguda sensibilidad poética nos ha entregado en un libro titulado El amor como energía revolucionaria un amplio estudio de este asunto.

Por eso, un mes después de desatada la guerra y antes de su incorporación a los campos de batalla, Martí explicó detalladamente las características de la contienda en el Manifiesto de Montecristi, como es conocido ese mensaje que redactó en aquella ciudad dominicana bajo el título de El Partido Revolucionario Cubano a Cuba.

No era «el insano triunfo de un partido cubano sobre otro o la humillación siquiera de un grupo equivocado de cubanos».

No era «la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil” “sino el producto disciplinado de la resolución de hombres enteros… y de la congregación cordial de los cubanos de más diverso origen». No era «contra el español, que en el seguro de sus hijos y en el acatamiento a la patria que se ganen podrá gozar respetado, y aun amado, de la libertad». No era cuna «del desorden, ajeno a la moderación probada del espíritu de Cuba… ni de la tiranía».

No aceptaba «el temor insensato, y jamás en Cuba justificado, a la raza negra», pues «los que odian al negro ven en el negro odio».

En esa guerra, continúa Martí en el Manifiesto de Montecristi, iba la esperanza «de crear una patria más a la libertad del pensamiento, la equidad de las costumbres, y la paz del trabajo».

Aquel 24 de febrero los patriotas, según el espíritu martiano, esgrimieron las armas para fundar una república distinta, nueva, cuyas bases se irían echando durante el curso de la propia guerra y que arrancaría de raíz no solo la dominación de la monarquía española sino también el espíritu colonial, el racismo como secuela de la esclavitud, las inequidades contra los sectores más humildes.

Aquella guerra era, en dos palabras, una verdadera revolución, continuadora de la del 10 de Octubre. Se iniciaba así la Revolución del 95, la de José Martí.

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