Paulita, la niña que nunca olvido

Había nacido extremadamente pobre, como lo fue también la gran masa campesina de aquellos tenebrosos tiempos de la seudo república. Ahí está,  mirándome y vigilando mi trabajo, algo así –se me antoja- como empujándome a no dejar de ser justo, con aquellos ojitos  que aún no se borran de mi mente; el cerquillo, de una gran  melena descuidada, cubre toda su frente; los bracitos aprietan aquel madero tal si fuera un tesoro que no quiere perder.

En fin, Paulita –ese era su nombre- ya la quiero como si fuera una nieta más, y es solo un pedacito de papel. A diario hago volar un beso hasta su mejilla con mucho cariño, como un desagravio a su desventurada vida que no rebasó, ni siquiera, su juventud.

Para ella no existía un Círculo Infantil donde compartir con otros niños; su muñeca un pedazo de madera; la casa, muy humilde; sin medicinas para combatir los parásitos empeñados en corroer su cuerpecito;  ni remotamente se avizoraba escuela alguna, porque estaba destinada a engrosar la inmensa lista de analfabetos;  en cuanto alcanzara cierta edad, ya debía trabajar duro; y ¡vaya usted a saber!, si algún mal nacido le proponía a sus padres llevar a la señorita para la capital a trabajar y contar con un sueldo para “ayudar a la familia”, y a la postre convertirla en una prostituta al servicio de algún proxeneta.

Puedo asegurar que a Alberto Korda, el famoso fotógrafo de mi niña, le debo mucho, porque entonces, sin saberlo, fortaleció aún más mis pensamientos humanos.

Menos mal que su corta vida alcanzó, al menos, a percibir una luz muy brillante que mejoró su vida con el triunfo de la Revolución. Según su hermana mayor, Paulita “se hizo muy responsable e independiente; estudió y se hizo enfermera, y las madres pedían que ella atendiera a sus hijos”. Estas verdades siempre reafirman la imprescindible necesidad de recordar, porque nos ayuda a ser cada día más justos cuando se trata de evaluar el enorme abismo que separa a aquellos tiempos oscuros de la actualidad digna y decorosa de hoy.

Es un imperativo enseñar a los jóvenes cómo era la vida en la Cuba neocolonial de sangre, tortura, inequidad y afrenta a la dignidad y el decoro humano. Pero hacerlo con la misma sistematicidad con que enseñamos matemática, español,  o inglés; eso sí, excluyendo formalidades, de manera coloquial, sin imposiciones “cuantificables!, en un ambiente fraternal y ameno y, contando con la presencia de gente honesta de la llamada tercera edad que pueda ofrecer testimonios valiosos.

¡Qué maravilloso es comprobar a diario que en Cuba, ya no nacen más niñas desdichadas como Paulita!

Yo seguiré contemplando su foto en el pequeño pedazo de papel, y  también entregándole un beso en su mejilla. Es algo así como un homenaje permanente a mi Paulita.

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