Raúl Roa García, un revolucionario siempre joven

En el barrio, durante su niñez, Raúl Roa García (La Habana 16 de abril de 1907-6 de julio de 1982) siempre estaba empinando papalotes, jugando a la quimbumbia, arañando las polvorientas calles con los patines o la bicicleta. Apasionado a la pelota, según su coetáneo Eduardo Robreño era maestro en recoger short-bounds (tiros cortos) en primera base. Lector desenfrenado de Salgari, Julio Verne, Fenimore Cooper, Daniel de Foe, soñaba ser un mosquetero del Rey o un protector de huérfanas como Enrique de Lagardere.

Ya en la colina universitaria, al decir de la escritora Loló de la Torriente, portaba «más hueso que carne… Era el más greñudo de todos los greñudos, el más malhablado de todos los insolentes y el más ingenioso de todos los hidalgos».

Cuando en 1927 el tirano Machado y el miserable claustro universitario plegado al sátrapa expulsaban de la casa de altos estudios a todo alumno que se opusiera al gobierno, junto con Salvador Vilaseca y Rafael Trejo asaltó el aula en la que se estaba celebrando un consejo disciplinario a unos compañeros. Ante una puerta cerrada, poste en ristre la tumbaron. Los corruptos profesores salieron huyendo.

Miembro fundador del Directorio Estudiantil Universitario (DEU) de 1930, Roa escribió el manifiesto distribuido en la jornada revolucionaria del 30 de septiembre de 1930, de la que fue uno de sus organizadores y protagonistas. Luego fundó con Gabriel Barceló, Pablo de la Torriente Brau y otros compañeros el Ala Izquierda Estudiantil (AIE), de posiciones muy cercanas al primer Partido Comunista. Entre 1931 y 1933 sufrió dos veces la cárcel. Machado lo internó en el Presidio Modelo.

En los años difíciles de resaca revolucionaria (1935-1952), cuando muchos de sus compañeros de la Generación del 30 torcieron el rumbo y renegaron de su pasado combatiente, El Flaco mantuvo sus arrestos juveniles y fue fiel a los ideales de Mella, Trejo y Guiteras. Director de Cultura del Ministerio de Educación (1949-1952), mientras que otros malversaban desde sus puestos de funcionario o ministro, Roa financiaba la publicación de importantes libros, subvencionó al Ballet de Alicia Alonso, echó a andar un movimiento de puestas teatrales, salones de plástica y humorismo.

Durante la tiranía batistiana se incorporó a la Resistencia Cívica, muy vinculada al Movimiento 26 de Julio.La Revolución en el poder necesitó rápidamente de Roa y le designó embajador en la Organización de Estados Americanos (OEA). En su presentación como representante de Cuba, dejó clara «la profunda desconfianza del pueblo cubano» con esa institución. Poco después, el 13 de junio de 1959, el Gobierno Revolucionario lo designó canciller. Fidel tuvo en él un intérprete idóneo de sus concepciones sobre la diplomacia revolucionaria. Y llevó la Revolución al Ministerio de Estado, que pronto cambiaría su nombre por el de Relaciones Exteriores.

Fue en una reunión de cancilleres de la OEA, en 1960, donde ganó el sobrenombre de Canciller de la Dignidad. Convencido de que allí nunca encontrarían eco, resonancia ni acogida alguna las denuncias sobre la inminente agresión a la Isla, pidió la palabra para una cuestión de orden y anunció la retirada de su delegación: «Me voy con mi pueblo y con mi pueblo se van también los pueblos de nuestra América».

En la ONU entabló épicas batallas verbales en distintos momentos contra la diplomacia yanqui, a la que literalmente vapuleó a lo largo de poco más de tres lustros. En los días de Girón, refutó todas las mentiras del embajador estadounidense Adlai Stevenson y demostró fehacientemente que la invasión mercenaria había sido organizada y entrenada por la CIA, con la complicidad de los gobiernos títeres de Centroamérica.

Ya para entonces, en New York, Montevideo y Santiago de Chile, en El Cairo y Árgel, en su Habana cuando retornaba triunfal a la Patria, las muchedumbres solían vitorearlo como el Canciller de la Dignidad.

 

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