Nací en un punto pequeño de la inmensa ruralidad municipal holguinera. Allí no había, (ni hay), cine, ni parques, ni lugar donde socializar. Solamente una charca en un río tan insignificante que a poco de yo llegar a la adolescencia, se evaporó. (Probablemente en el futuro los arqueólogos encontrarán los esqueletos fósiles de las biajacas). Lo único bueno del lugar donde nací era la carretera que pasaba a kilómetro y medio de distancia, mi abuelo campesino y mitómano y una vieja radio de pilas.
En las noches las luces del candil más que luz daban sombras descomunales que crecían en las paredes dando miedo, pero era por culpa de la imaginación de la gente. La gente de la que hablo eran mi abuelo y otros de su misma “calaña”, todos robustos como mi abuelo. Las manos las tenían de ese color inexplicable que les daba la tierra y el sol cuando ellos, cabeciduros como eran, insistían en que florecieran sus sembrados entre aquellos pedregales a los que llamaban “haciendas”.
En las noches, insisto, (porque es de las noches de lo que he de hablarles), ellos armaban la mejor tertulia de todas las que he conocido. Al oírlos suponía que tenían la boca llena, aunque no estaban comiendo, sino que sus lenguas eran gordas.
Deberían grabar a esos viejos campesinos cuando les da por contar la historia que conocieron de oírla a sus mayores, y luego transmitirlas por todas las frecuencias. Recuerdo que cuando hablaban hacía que lo sucedido ocurriera otra vez ante los ojos de quienes les escuchábamos. Ellos fueron quienes me acostumbraron a repetir lo que oigo (y leo).
Ellos y el viejo radio de pilas. Ese aparato se convirtió en el más importante de la casa y tanto que cuando las pilas no vinieron más, se usaban los acumuladores o baterías de los tractores.
El mundo de los episodios de la radio se parecía a los cuentos de mi abuelo. Y sencillamente me aficioné.
Fue la radio quien mejor mantuvo viva la conversación cuando los queridos viejos murieron. Y eso es lo mismo que decir que la radio formó y forjó la cultura de la comunidad. Esa fue la universidad antes que los nietos nos fuéramos a estudiar a la universidad.
Mi tía, por ejemplo, que planchaba calentando la plancha con brazas de carbón, sabía tanto de historia como el más aventajado Doctor en historia, porque oyó cada capítulo de “La Gran Aventura de la Humanidad” y de literatura casi como mismo sabía la célebre panelista de Escriba y Lea, doctora Maria Dolores Ortiz, que fue tan holguinera como toda la gente de nacimos en esta provincia, porque mi tía escuchó las grandes novelas universales en su versión radial. Yo que siempre estaba cerca tengo cincelado en mi memoria los nombres de Orienta Cordeiro, Moraima Osa, Caridad Martínez y también las voces magnificas de los actores y actrices que en mi casa no le decían actores y actrices, sino, sencillamente, “artistas”.
Mi abuelo, por su parte, oía a “los poetas” que cantaban sus décimas, a Carlos Puebla en aquello de “…Cuba traigo un cantar. Cantar de la Patria mía”. Y sobre todo aquel río que era Eduardo Rosillo a las ocho menos diez de la noche, cuando decía con la mayor cantidad de alegría que le he oído a un individuo alegre: “…y continuamos riendo con un libreto de Alberto Luberta y la actuación de…”
Si no hubiéramos tenido la radio, mi familia habría sido la misma, pero distinta, y yo no tendría mucho que contar cada vez que cuento mi autobiografía.
Estos son los apasionados que no dejarán morir jamás a la radio cubana!