(Dónde comenzamos a narrar la historia de la radionovela que escribió el Premio Nóbel colombiano y su amor no correspondido por Félix B. Caignet).
En “La hojarasca” es donde García Márquez habla por primera vez de Macondo, ese pueblo inventado (lo sé), que otras veces me he descubierto buscándolo en un Atlas muy viejo que tengo en casa, porque, seamos sinceros, la verdad no es la pura verdad real sino lo que uno tiene en la cabeza.
En la novela se hace el cuento de un Doctor de actitud aislada, que vino al pueblo (Macondo) a recetarle medicinas a los enfermos, especialmente a las mujeres, con las que tenía atenciones lujuriosas, pero eso no lo hace impopular entre los habitantes. Y tampoco que ya viejo y retirado de su oficio se fuera a vivir, a dos casas de distancia, con Meme, la empleada indígena de la familia.
El odio al personaje lo ganó el personaje cuando se negó a prestarle atención médica a cerca de una docena de hombres, heridos en una de las múltiples guerras civiles del país como mismo antes se negó a curar a la mismísima Meme, de la que se creía que estaba enamorado sinceramente. Tanto fue el odio que los vecinos le demostraron que el médico llegó a suicidarse. Entonces, los del pueblo llegan al consenso de que debía pudrise en la casa esquinera en la que él había vivido completamente aislado durante la última década. Pero otro vecino, que no es uno cualquiera, sino un coronel que sería tan famoso unas novelas después, Aureliano Buendía, siente la obligación de enterrar al difunto.
Esa, que fue terreno de pruebas para muchos de los temas y personajes del colombiano, es su primera novela. Y según sus biógrafos, la segunda es “El Coronel no tiene quien le escriba”, pero en esa información hay un agujero negro que García Márquez trató de iluminar en su autobiografía: la segunda novela fue una adaptación para la radio de “Se han cerrado los caminos”, de la escritora barranquillera Olga Salcedo de Medina.
Aunque más adelante les resuma el argumento de la radionovela, aquí lo verdaderamente interesante es cómo García Márquez llegó a la radio, y se lo voy a contar, aunque esta columna se alargue, (espero contar con la complicidad de los lectores). (Sobre todo porque los tantos párrafos que siguen nos llevan a la primera vez que el escritor colombiano llegó a Cuba, dispuesto a entrevistar al único escritor de la Isla que entonces conocía, no por leerlo sino por oirlo, Félix B. Caignet).
Fue en Barranquilla, (que con Santa Marta y Cartagena, “son tres perlas que brotaron de la arena”. Y este añadido es, a la verdad, una disgregación que me permito para hacerle homenaje a la vieja radio de Cuba que tantas veces puso ese “sonsito sabroso de Carlos Alberto Vidal”). García Márquez había vuelto de la húmeda Bogotá, convencido que no iba a ser abogado, a pesar de las argucias de algunos maestros que se habían confabulado para sacarlo adelante en contra de “mi desinterés por su interés y su ciencia”. Otra vez la Redacción de El Heraldo, con la misma tropa de antes (y de después).
“Tan pronto como tuve un escritorio con máquina emprendí la corrección (de La Hojarasca) con ímpetus renovados”.
Entonces reapareció Alvaro Mutis, que a decir del Nóbel colombiano fue el más crudo crítico de su obra y le aportó inspiración; “yo mismo no podría decir que tanto hay de él en casi todos mis libros, pero hay mucho”. El entusiasta amigo venía más entusiasmado que nunca y nombrado jefe de relaciones públicas de la Esso Colombiana. “Nos sobró tiempo para hablar de todo, pero el tema inimaginable para mí fue que la editorial Losada de Buenos Aires podía publicar la novela que yo estaba a punto de terminar. Alvaro Mutis lo sabía por la vía directa del nuevo gerente de la editorial en Bogotá, Julio César Villegas, un antiguo ministro de Gobierno del Perú asilado desde hacía poco en Colombia”.
Es costumbre de los escritores considerar que el texto no está completo y corrigen endemoniadamente, corrigiendo a veces lo que no necesita corrección, y por eso La Hojarasca demoraba su viaje a Buenos Aires. “Alvaro Mutis sospechó cuál era la causa de mi demora, y voló a Barranquilla para llevarse y enviar a los argentinos el único original en limpio, sin darme tiempo de una lectura final. Aún no existían las fotocopias comerciales y lo único que me quedó fue el primer borrador corregido en márgenes e interlíneas con tintas de colores distintos para evitar confusiones. Lo tiré a la basura y no recobré la serenidad durante los dos meses largos que demoró la respuesta”.
La respuesta fue: NO.
El único consuelo, que tampocoo sirvió de mucho al escritor, fue que la misma editorial Argentina también rechazó los originales de “Residencia en la Tierra”, de Pablo Neruda, en 1927. Otra suerte habría tenido La Hojarasca, le dijeron los amigos que querían consolarlo, si el lector hubiera sido Jorge Luis Borges; “pero los estragos habrían sido peores si también la hubiera rechazado”, dijo El Gabo, y se fue a su mesa a escribir su columna diaria, que el llamó “La Jirafa”.
La vida siguió, por fortuna. Entonces García Márquez conoció en persona a Julio César Villegas, que había roto con los editores argentinos. El peruano “era el hombre más alto y más fuerte, y el más recursivo ante los peores escollos de la vida real, consumidor desmedido de los whiskys más caros, conversador ineludible y fabulista de salón”. El mismo día que lo conoció, Villegas convirtió al Gabo en vendedor de enciclopedias y libros científicos y técnicos.
Vinieron viajes sin cansancio, (pero eso solo es una costumbre del decir; claro que cansa, y mucho, ir de uno a otro lugar cargando bultos de enciclopedias y libros que poca gente y a veces ninguna gente quiere comprar). Y lo más malo es “que al final de aquel viaje de nostalgias no habían llegado todavía los libros vendidos, sin los cuales no podía cobrar mis anticipos. Me quedé sin un céntimo (…) (y como nada es tan malo que no se pueda poner peor, el dueño de los libros y enciclopedias) empezó a perder la poca paciencia que le quedaba por causa de los infundios de que la plata de su deuda la despilfarraba con chiflamicas de baja estofa y guarichas de mala muerte”.
Pero igual, “como nada es tan malo que la radio no lo pueda calmar”, “lo único que me devolvió el sosiego fueron los amores contrariados de El derecho de nacer, la novela radial de don Félix B. Caignet, cuyo impacto popular revivió mis viejas ilusiones con la literatura de lágrimas”.
(Un buen guionista de los viejos, y de los nuevos también, después de ponerle el bocadillo o parlamento anterior a su personaje llamado Gabriel García Márquez, detiene el capitulo, seguro de que ya “enganchó” a la audiencia, y no escribe una letra más hasta el capítulo siguiente. O por lo menos, detiene la trama, porque la maestría del “escribidor” no está en contar sino en no contar, en demorarlo todo, en irse por las ramas y dejar la breve mirada del tronco para el último capítulo, y, detenido todo, rellenar con incidentales, que pueden ser descripciones de la geografía donde se desarrolla la escena o en escenas con cierto tufo de viejas moralinas). Lo voy a hacer y que Caignet me perdone, porque él sí sabía hacer esas cosas…
Discuten los que saben sí fuimos o no los cubanos quienes inventamos la radionovela. Sumarse a los que dicen que SI es demasiado contundente. Y decir que NO es una injusticia. Los periódicos publicaban folletines antes de la radio, e incluso, se publicaron folletos antes de la invención de los periódicos. (Un folleto, recuerdese, es una obra de papel impreso que tiene veinticuatro hojas como máximo, según dice las recomendaciones de la UNESCO sobre la edición de libros y publicaciones periódicas). Aunque normalmente tiene una sola y suelen servir como medio divulgativo y publicitario. Y folletín es un texto que circula por partes, inserto regularmente en las páginas de los periódicos durante semanas e incluso meses.
Claro está que el folletín tiene que dejar a los lectores absolutamente cautivos, esperando el domingo, que era cuando se publicaban, como si no hubiera otro día en el mes. Y eso es una radionovela, tal cual la entendemos, eso y ninguna otra cosa.
Por eso es que digo que es una exageración decir que fuimos los cubanos sus inventores. Pero decir que NO es una tremenda falta de amor a la radio vieja y sus viejos creadores porque la verdad sólida está en aquello que dijo ese gran contador de cosas que es Ciro Bianchi: “Nadie hablaba de radionovela ni de novela radial hasta que los cubanos inventamos dichos términos, y lo mismo sucedió con el de telenovela”.
¿Será que inventamos los términos porque antes habíamos inventado el producto? No sé, a lo mejor, y a lo mejor es por eso que la famosísima radionovelista de ayer, Iris Dávila, dijera que los cubanos somos los culpables de un hecho literario unido por el cordón umbilical a la tecnología del siglo XX y causante de no pocas polémicas en los círculos intelectuales de América Latina. (Aludía, por supuesto, a la narrativa transformada y expandida, primero por la radio, y luego por la televisión).
“Asumimos la responsabilidad y confesamos el pecado… Cuba tuvo la osadía de introducir en un incipiente sistema electrónico el viejo oficio de fabular”, decía la autora de Divorciadas y Por los caminos de la vida, a la que hemos olvidado más que a Caignet.
“El atrevimiento originó en lengua hispana un género insólito, más dramático que narrativo, por cuanto su forma elocutiva esencial era el diálogo y no la narración, y por cuanto demandaba el juego histriónico de voces moduladas, sin que por ello dejara de ser novela, o sea, acción más o menos lenta y más o menos amplia, si bien no contada en pretérito sino expresada en presente”, añadía Ia Dávila.
¿Y de la radionovela de García Márquez? Lo contaremos en el próximo capítulo de esta columna.