Vilma Pérez de Aguiar: “¿Qué les hará el calor a los muertos, que no tienen quien los abanique?”

A mi entender, (que cuando se trata de ella deja de ser racional y se convierte en un entender sentimental), Vilma Pérez de Aguiar vivió desde siempre (o desde el primer día de la humanidad), siempre tierna como las madres y tiernísima como lo consiguen las abuelas.

¿Qué me hace pensar así? Era ella la que estaba en la puerta de entrada a la radio, cuando, asustado, como se asusta uno cuando llega a cualquier lugar, llegué a este lugar, (una emisora de radio). Ese día, (y siempre, eternamente), era la portera bondadosa, con una bandeja llena de dulces caseros, cumplidora como lo son los “Vanguardias Nacionales”, en la tarea que se impuso: hacer grata la llegada de los nuevos, porque la primera vez suele ser tan dolorosa como un parto.

Ella no me conocía ni a medias siquiera. Ni siquiera le habían avisado que vendría y por tanto se comprenderá que no sabía mi nombre. Pero me dijo “Hola”, sin el miedo a los recién venidos que padecen otros, (los que se aferran como el clavo a la pared, y ven sombras donde no las hay).

Vilma no tenía esos temores pueriles, porque con esfuerzo y talento, había construido un país dentro de la radio, de esa misma radio a a la que yo llegaba, sudoroso y lleno de anhelos.

Su voz, la de Vilma Pérez de Aguiar, que parecía un canto para despertar al nieto, me dijo “Hola” y me aseguró que se podía llegar hasta muy lejos, entrando por aquella puerta que me franqueaba. Ir muy lejos fue lo que me dijo con sus ojos piadosos y escondidos detrás de las cejas pobladas que tenía. “Ir muy lejos, dijo, significa únicamente, serle útil a la gente que te oye. Si entras, me dijo, es para darte como se da el manantial y como el manantial, saciar la sed de los que oyen tan agradecidos que parece que van a llorar de agradecimiento. ¿A eso viniste, recién llegado?”. Yo no estaba seguro de poder, pero entré, gozoso de tener un personaje de la Historia radiofónica cubana, vivita y cálida, delante de mí.

Como ella estaba el día que vine, me pareció que Vilma Pérez de Aguiar era una mujer que había vivido dos siglos, ocupada en ser testigo. ¿Acaso esa es la causa de el color a fotografías hechas en otros tiempos que tenía en su rostro? Probablemente no. La verdadera causa debe ser los ojos que nada más a ella le he visto, que traspasaban como si pudiera ir bien adentro, bien profundo, y siempre sonrientes. Me buscó con la mirada y me encontró. Nos miramos como novios que no lo saben, pero que se van a querer aunque la muerte los separe. Y se produjo un silencio cuando yo estaba esperando la primera lección, o clase, o el cacareo del que disfrutan los que saben delante de los anafabetos. Pero esta no era una mujer de discursos. Lo que le gustaba era narrar anécdotas, dar fe de existencias anteriores a la nuestra. Cuando sus labios al fin dijeron algo, las primera palabras ern tan tímidas como lo es el “sí” de una amante sincera. Después se aligeró y me contó cosas. Al terminar, después de cinco siglos de conversación, concluyó asegurando que como me lo contó, así había sido aquella otra vida. “Ahora lo que oíste es tu herencia”, aseguró y me asusté.

Ella debió descubrir el temblor que me saltaba por todo el cuerpo, y entonces fue categórica por primera vez:

-Heredar a los muertos conscientemente es la única forma de ser hoja del mismo árbol. Si te lo ganas, me dijo, serás rama que se sujeta al tronco del que se sujetaron los primeros que hicieron radio en esta ciudad.

-Eso es mucha responsabilidad, le dije.

-Lo único que esperan los muertos es que seas digno de lo que se ha vivido, me dijo. Si eres digno de los que estuvieron antes que tú, serás digno de los que están por nacer.

Por eso es, digo yo, que Vilma Pérez de Aguiar fue, sobre todo, eslabón que unió mi generación con la de los primeros radialistas.

Como de mis conocidos era quien venía de más atrás en el tiempo, le pedí mil veces que me contara más y mucho. Y ella siempre me dio la misma respuesta: “entonces fue como son las cosas cuando son del alma”.

Entonces decidió que era un bolero esta mujer tan bonita, con la piel blanca como la paz, piadosa siempre y el cuerpo bien repartido. Bonita, incluso, cuando ya tenía más de 90 años.

Se lo dije más de una vez: Vilma, usted es bonita y por eso se parece a un bolero.

Se miraba en el espejo que llevaba en el bolso, me coqueteaba un rato más y mientras tanto los dos hoyitos pequeños que tenía por ojos, se achicaban casi hasta desaparecer, (que esa era la forma en que Vilma Pérez de Aguiar expresaba sus recuerdos eróticos), y me contaba el cuento de su matrimonio: “Mi marido y yo vivimos un tiempo muy corto, porque el cometió la tontería de morirse tan temprano”.

Pero fue intenso lo que vivieron aquellos dos, siempre moribundos de dicha y de amor.

Él era director artístico, guionista, y era, me dijo ella, una máquina de intensidad profunda. Un hombre que sabía vibrar en todas las notas del pentagrama.

Se llamó Justo Aguiar y su nombre olvidado es una injusticia tremenda.

Cuando uno decía el nombre de Justo delante de Vilma, ella, que no era una mujer triste, siempre se entristecía porque recordaba que sobre la tierra donde enterraron a Justo, jamás pusieron un epitafio. Ni falta que le hace. El epitafio de él es la mismísima Vilma, que nunca se dejó arrebatar el apellido de Justo, y lo llevó siempre como prueba de que una vez, delante del párroco del pueblo, le juró ser de él eternamente.

Por ese juramento es por lo que hoy nadie sabe que ella en verdad se llamó Vilma Idelisa Pérez Anasco, pero por su soberana decisión fue a sepultura siendo Aguiar.

Se murió en medio del caos que trajo la pandemia. Ni siquiera le hicimos el velatorio que merecía. No nos despedimos. Y aquí me tienen, cada vez que la ciudad deja de ser tan bulliciosa, atento a las voces que salen de la tierra, porque ella me dijo, convencida, que si se presta atención respetuosa se puede comprobar como vibra la tierra, de tanto que conversan los muertos debajo.

Seguro que esos dos están conversando, sin parar, para que ella lo actualice de este mundo que Justo dejó hace más de treinta años. Y aquí me tienen ustedes, atento, para oír lo que se dicen, pensando en la novela que yace oculta detrás de aquellas palabras.

Claro, si Vilma supiera que trato de espiarla ahora que está muerta como mismo la espiaba cuando estaba viva, si me oyera hablando de los muertos, me diría lo que me dijo tantas veces, cuando yo quería que ella me llevara a esa época anterior, la que ella vivió, cuando estaba naciendo la radio en Holguín.

-¿Y cómo te llevo si no tengo una máquina del tiempo?, se justificaba ella. Y

-Lléveme hablando de ellos, de los muertos, le decía yo.

-Jesús muchacho, deja a los muertos tranquilos, que están ocupados en su muerte, después que cumplieron lo que les tocó en vida.

Yo dejaría tranquilos a los muertos, la verdad, si no es que una vez de Agosto al medio dia, acabada de llegar al lugar de nuestros encuentros, sudorosa y jurando que el sol la estaba cocinando, Vilma me preguntó, seriamente interesada en saber si yo tenía la respuesta: “¿Qué le hará el calor a los muertos, que no tienen quien los abanique?”

Ahora que ella lo sabe, porque se murió en el primer día de Julio de 2021, debería decírmelo, porque eso me preocupa mucho. Me preocupa, Vilma Pérez de Aguiar, ahora que acabo de tener la conciencia de que tú también te moriste, probando que no se vive desde el principio de los días y hasta siempre.

Luna tras luna el tiempo se hace agua y se escurre, se marcha, se va…y con el tiempo nacen y mueren las gentes. Vilma entre ellos. Ella también. ¿Dónde habrá ido a parar el título de Premio Nacional de la Radio que ella colgó al lado de la foto de Justo?

Hoy me hace falta Vilma, lo sé, y mañana también, y siempre. Por eso oí otra vez, como siempre que compruebo que se murió aquel programa icónico de la radiodifusión holguinera, que hizo durante tantos años con el barítono y fundador del Teatro Lírico Rodrígo Prats.



Y leo y releo de nuevo aquella entrevista que publicó Erian Peña en la Página web de la Unión de Escritores y Artistas.

Fotos exclusivas de Amauris Betancourt

Autor

  • César Hidalgo Torres

    César Hidalgo Torres (Holguin, 1965) Graduado de la Facultad de Comunicación Audiovisual de la Universidad de las Artes, profesor de Guión e Historia de los Medios de Comunicación en esa misma casa de estudios. Por más de 30 años ha trabajado en la radio. Multipremiado en Festivales y otros concursos. Miembro de la UNEAC

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *