«El Fidel que yo conozco»

Desde la mirada del afamado escritor, nuestro Fidel se revela más allá de los méritos históricos de haber hecho una Revolución más grande que nosotros mismos, en las propias narices del imperio, y mantenerla invicta por más de medio siglo, tras forjar una Patria reconocida por sus valores de dignidad y soberanía.

Las virtudes que cautivaron a García Márquez son seguramente las mismas que aprehendieron a muchos, mas, al expresarlas desde los afectos y la admiración que él sentía por el Comandante en Jefe, aumenta la calidez de cada palabra.

De hecho, le fascinaba el poder de seducción del líder rebelde, la búsqueda de los problemas donde estuvieran, su paciencia invencible, disciplina férrea, la fuerza de la imaginación que lo arrastraba hasta los imprevistos y la emoción al riesgo, el mayor estímulo de su vida.

En el revolucionario de primera línea en los acontecimientos trascendentales de Cuba en los siglos XX y XXI, sobresale la actitud ante la derrota porque “aún en los actos mínimos de la vida cotidiana, parece obedecer a una lógica privada: ni siquiera la admite, y no tiene un minuto de sosiego mientras no logra invertir los términos y convertirla en victoria”, consideraba el autor de Cien años de soledad.

Otra cualidad: no hay un proyecto grandioso o pequeño, en el que no se empeñe con pasión infinita, especialmente si tiene que enfrentarse a la adversidad. “Nunca como entonces parece de mejor talante, de mejor humor. Alguien que cree conocerlo bien le dijo: ‘Las cosas deben andar muy mal porque usted está rozagante’”, refirió el narrador.

Según García Márquez, su más rara virtud de político es esa facultad de vislumbrar la evolución de un hecho hasta sus consecuencias remotas, potestad que no la ejerce por iluminación, sino como resultado de un raciocinio arduo, tenaz, de análisis exhaustivos, tras la búsqueda de causas.

La tribuna de improvisador parece ser su medio ideal; comienza con voz casi inaudible pero va ganando terreno con su inteligencia, carisma, capacidad hasta que se apodera de la audiencia. “Es la inspiración: el estado de gracia irresistible y deslumbrante, que solo niegan quienes no han tenido la gloria de vivirlo”, relató el autor de Cien años de soledad.

Y es que cuando Fidel habla con la gente el diálogo recobra expresividad y la franqueza de los afectos más sentidos. Por eso lo llaman sencillamente Fidel, como un amigo cercano, un padre, un hermano. Lo abrazan, le reclaman, le plantean problemas, le discuten, en un intercambio sui géneris donde prevalece la verdad sin titubeos.

“Es entonces que se descubre al ser humano insólito, que el resplandor de su propia imagen no deja ver. Este es el Fidel Castro que creo conocer: Un hombre de costumbres austeras e ilusiones insaciables, con una educación formal a la antigua, de palabras cautelosas y modales tenues e incapaz de concebir ninguna idea que no sea descomunal”, aseveró Gabo.

Parece perpetua la meridiana claridad del hombre del yate Granma, del asalto al Moncada, de La Historia me absolverá y los días de la guerra en la Sierra Maestra, multiplicados hoy en una visión de América Latina en el futuro, la misma de Simón Bolívar y José Martí, una comunidad integral y autónoma, capaz de alumbrar como el alba y mover el destino del orbe.

“Una cosa se sabe con seguridad: esté donde esté, como esté y con quién esté, Fidel Castro está allí para ganar”, lo reafirmó su entrañable amigo colombiano, quien dijo: “al verlo muy abrumado por el peso de tantos destinos ajenos, le pregunté qué era lo que más quisiera hacer en este mundo, y me contestó de inmediato: pararme en una esquina”.

Ese es Fidel, que ha sacrificado su vida con placer por la felicidad de los demás, el que Cuba admira y quiere, y el mundo reconoce y respeta.

Autor