La radio, como el alma del pueblo

Para muchos constituyó una sorpresa que la casa productora Radio Arte grabara «El derecho de nacer» en 1987, siguiendo el guión original de Félix Benjamín Caignet. Luego que, por varias décadas, el melodrama fuera confinado, volvía a adueñarse del éter.

Pero las cosas no fueron menos fáciles que en la década del cuarenta. En aquel entonces la emisora RHC Cadena Azul, primera a la que fue entregada la novela, consideró impertinente su transmisión -entre otras cosas- porque la protagonista era una mujer negra. Luego, algunos consideraron que no valía la pena transmitir una obra originalmente concebida para un público de bajo nivel cultural, fundamentalmente amas de casa.

Cuando, por fin, «El derecho de nacer» llegó a emisoras municipales de Villa Clara hasta los propios trabajadores de las plantas se acodaban en los estudios para escuchar capítulos que habían perdido en el horario de transmisión.

Años antes, en la vecina Sancti Spíritus, el Centro de Cine dce esa provincia aprovechó para acrecentar su menguada recaudación con la presencia en las salas de alguna de las versiones cinematográficas de la obra radial.

«El derecho de nacer», de Radio Arte, sí era el original. No llegaba usurpado por la radio enemiga. Don Félix -donde quiera que esté- podía reír irónicamente, pues el tiempo le hacía justicia en la misma tierra donde decidió reposar. Quiso ser admirado por sus canciones -efectivamente valiosas-, pero terminó amasando fortuna y aplausos por algo diferente, o tal vez muy parecido: historias de amores y desamores plasmadas en las cuartillas de un libreto.

La obra de Félix B. Caignet resume las esencias de este nonagenario medio de difusión. La elocuencia derrumba los intentos de quienes, tras el postmodernismo, aún se afanan por las etiquetas y atizan la polémica sobre la naturaleza artística de la radio.

En tal sentido, Caignet manifestó con indiscutible elocuencia:»Lo que hago es novela, simple novela, como el alma del pueblo».

En el alma de la nación, digo yo, ha de estar enraizado este medio desde que la voz de Rita Montaner dejó de ser patrimonio de salones y teatros gracias a la PWX.

No hace mucho un amigo periodista, coterráneo de Caignet, me confirmaba cuán imprescindible se tornó la radio tras el paso del huracán Sandy. Incluso las personas que no disponían de baterías para un pequeño receptor, acudían a las emisoras a solicitar noticias directamente al personal de la planta, o a recargar lámparas de emergencia y teléfonos móviles.

A veces tratada con indiferencia, preterida cuando en algún foro se discute sobre la labor de los medios, la radio pervive. Discretamente, con sencillez, busca una brecha para colarse en cada casa, al menos propiciando que las personas sepan qué hora es.

Hay quienes, afortunadamente, buscan más: el estado del tiempo, la pelota, la música. A veces se le prende, por el placer de «hacer bulla» para aplacar la soledad.

Recuerdo cómo en los años más cruentos del Período Especial, apenas dos o tres emisoras permanecían en el aire más allá de la medianoche. Entonces me dormía con Radio Reloj. Parece una locura, pero prefería la compañía de aquellas voces que desafiaban el sueño en el estudio de La Habana, antes que las perfectas grabaciones de mi cantante favorito en un reproductor de música.

La anécdota evidencia un aspecto esencial de la radio: la naturaleza íntima de la recepción. Diez mil seres pueden sintonizar un mismo programa, pero a su vez, cada oyente se anuda en un vínculo personal con lo que escucha, ajeno a esa masa desconocida de receptores en la que cada sujeto anónimo se reconoce como único interlocutor de un diálogo en la intimidad.

No en balde, el gran Orlando Castellanos vaticinó que la gente seguiría buscando la sintonía con querencia, para descubrir la magia que tiene la radio.

A pesar de los momentos de contradicción o dificultad de los cuales los artistas casi nunca podemos escapar, continuemos siendo fieles a Caignet, a Luis Casas Romero, a Manolín, a Feliciano Reinoso, a los hombres y mujeres que pensaron que sí, que la radio no es una locura, o mejor: que es una locura trascendental y que sí, que vale la pena estar locos por el placer de imaginar cómo desde el sencillo espacio confiado al efectista en el estudio, pueden brotar batallas campales, o cómo las inflexiones de una voz, pueden provocar el odio, o la ternura, sin que medie algún artilugio escenográfico, de vestuario, o de maquillaje…

Los que estamos aquí, quizá estamos por accidente. Porque no nos tocó grabar a esta hora, o sacar la transmisión al aire, porque la radio no se puede parar. Tal vez acabas de hacer un buen programa, pero te espera el próximo dentro de unas horas y ese tendrá que ser mejor.

Felicitémonos todos por hacer la Radio Cubana. Deseémosle larga vida y no nos sintamos retados por las polémicas sobre su pedigrí artístico…No importa que se diga que «hacemos novela, simple novela… como el alma del pueblo».

 

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