Deja, sobre todo, las historias escritas detrás de su pebetero. La épica de hombres y mujeres que le echaron el desafío a la adversidad y terminaron por ganarle.
Río no repartió 528 preseas. Valga decir que entregó más de cuatro mil, una por cada uno de sus participantes. Quienes hemos tenido el privilegio de la cobertura, lo sabemos.
Hemos visto personas llorar de emoción porque en la medalla conquistada va una vida entera de sacrificios, como un saltador indio que solo podrá dormir como una persona luego de ganar su título.
Pero acá las preseas adquieren otra dimensión. Llegar a la meta en último lugar del triatlón fue para una atleta española, tocar la gloria, llegando como lo hizo con su pierna izquierda paralizada. Así lo festejó un tenista egipcio a quien a falta de sus manos juega tenis con la raqueta en su boca.
En Río, la vida parece trastocar sus sentidos. Y entiendes muchas cosas. Que no hay límites para la superación humana, esa que llevó a una nadadora británica a nadar cuatro estilos en una misma prueba sin sus dos brazos.
He visto hombres con sus piernas engarrotadas a puro temblor salir de una piscina y prepararse para entrar otra vez, sin importar los riesgos, aupados, como otros por la esperanza de nadar antes que ahogarse en la desesperanza
He visto hombres y mujeres llorar de alegría, de emoción, de desconcierto cuando se escapa una medalla, sienten la derrota en sus almas como el cubano Leonardo Díaz, quien se hastió con un bronce en el disco que hubiese preferido cualquiera de los atletas presentes en Río.
Les miro y me involucro. Pocas veces he podido evitar mis lágrimas y ese montón de sentimientos encontrados, como ver al forzudo Yangaliny conquistar su bronce con una uña despedazada y contar con él todos los minutos de la pelea.
Nada me destroza tanto como la repartición lógica de medallas, porque igual pienso que cada uno debía tener la suya, como símbolo o verdadero título al desafío como jugar futbol entre ciegos o rodar bicicleta con una pierna o correr, ayudado por una prótesis.
Acá la medalla en competir y llegar porque la travesía hasta aquí ha sido el verdadero premio. Hombres y mujeres, marcados por la biología o la accidentalidad que encontraron en el deporte la manera de soñar.
Por eso se disfruta levantar pesas desde una silla de rueda o jugar basket encima de ellas. Y cuando pareces presenciar la historia más inverosímil, llega otra y la supera.
Este es el verdadero espíritu paralímpico, ese donde se borran todas las fronteras. Un mundo que comienza en ellos y termina en todos los que durante días le han prodigado con aplausos, ganen o pierden en el escenario de la competencia.
Río es la épica de los guías, esos héroes anónimos que desandan pistas, o los tapper de la natación que le avisan a los atletas ciegos la meta de llegada para evitarle golpes.
He visto a hombres estremecidos por el dolor, esconderlo para después. Hasta el centro de prensa deja sus historias, como el periodista alemán que sostiene la credencial con su pie y escribe también con ellos, las mismas leyendas que yo o incluso mejores.
Unos le dicen atletas diferenciados. Yo prefiero llamarles gigantes de corazón y de energía. Sobrecoge verlos, pero reconforta a la vez.
Y créanme, cada trance difícil que he vivido en estos Juegos, ellos, sus historias, me han hecho seguir en esta aventura de oficio que agradeceré eternamente a la vida.