20 de Octubre, razones de un acto de fe

Junto al batallar de los Caballero (José Agustín y José de la Luz) por dotar a la escuela de los textos y métodos escolares más modernos para su época; a la labor persuasiva de Arango y Parreño por insertarnos en el mercado que enlazaba a Europa con los Estado Unidos y liberarnos de ese modo de la tiranía comercial española y de la esclavitud como base de toda la producción; a los sólidos argumentos expuestos por José Antonio Saco contra los que preconizaban el anexionismo como vía para separarnos del coloniaje español; junto a la obra llevada adelante por el presbítero Varela para hacer realidad el ideal de independencia, lucha armada mediante, y la reafirmación identitaria de cubanos forjados en el libre pensamiento; el sentimiento de nacionalidad encontró cabida asimismo en los dolientes versos de José María Heredia, en las plegarias líricas de Plácido, en el verso robusto de la Avellaneda, en las décimas ‘cubanísimas’ de Fornaris y el Cucalambé, en el remanso trovadoresco del futuro Padre de la Patria, así como en las revelaciones crudas y acusadoras de los males del esclavismo contadas por los mejores novelistas del XIX, a lo que se le sumaba entonces «el planazo descolonizador» de La Demajagua, salido del puño férreo de un hombre de acción volcánica.

No fue el Grito de Yara una bravata para zarandear el dominio despótico ibérico, para que admitiera como buenas las reformas demandadas, por años, por los criollos; fue el inicio de un proyecto madurado en la urgencia del momento y apuntalado en su espíritu de cubanía total en medio de la manigua redentora. Y fue decisivo ese proyecto ante la primera debacle militar, pues la convicción de Céspedes de que bastaban doce hombreas para hacer la independencia, constituyó el fuelle alentador para no cejar en el empeño de la epopeya; estaba en juego el más luminoso de los senderos patrios hilvanados hasta ese momento.

Cierto, la fatigosa contienda hubiese dado al traste con las aspiraciones de miles de combatientes si ante el Pacto del Zanjón no hubiera tronado el grito de protesta del gigante de bronce en los Mangos de Baraguá. La protesta dejó abierto el reinicio de la Revolución en la batalla incesante de aquel hombre que había nacido sin sol un 28 de enero. El Apóstol, el hombre nuevo, –que reflexionó en la amenaza que significaba el miedo a la raza negra, en el sentimiento español enraizado a ultranza en los cubanos canijos, en el sectarismo ingenuo de los veteranos de la Guerra Grande, en la visión aldeana de los acomodados y en los prejuicios imperiales sobre el sacrificio enorme de los cubanos, que renunciaron a sus fortunas y bienestar económico en pos de la Patria bajo la persuasión de que no se mendigaría más, sino que se conquistaría con el filo del machete en lo más oscuro de la manigua redentora–, hubo de librar una cruzada titánica a favor de mancomunar todos los esfuerzos y poner «alrededor de la estrella, en la bandera nueva, esta fórmula del amor triunfante: Con todos y para el bien de todos».

La obra que los grandes pensadores y próceres forjaron al llamado glorioso del himno nacional, nacido sobre la montura de un corcel de guerra, y bajo el ala del pabellón tricolor, se multiplicó en los versos armoniosos de los poetas de la guerra, escritos a la sombra de las estrellas o de la fronda de las guásimas y en los gritos sangrientos por conquistar toda la justicia. Fue esa obra fundacional (voluntades de muchos), la que salvó a la naciente república, en los albores del siglo pasado, del «yanquilismo infantil» y de toda la podredumbre moral gracias al empuje de esa cultura de resistencia que nos viene, más cerca en el tiempo, de espíritus ilustres como Villena, Mella, Pablo de la Torriente, Antonio Guiteras, Guillén, Marinello, Carpentier, Lezama y el compañero Fidel como líder indiscutible de un período de exacerbación revolucionaria, que trajo para los cubanos la oportunidad de aprehenderse de una dignidad irrebatible.

Sigue siendo esa cultura de la resistencia –la que se fraguó en el melodioso abanico del mestizaje cuando el sudor y la sangre del esclavo, arrancado de a cuajo de su África Subsahariana y lanzado como sacos de carbón a los barracones, resistió todos los embates de la deculturación y preservaron con celo su patrimonio espiritual traído desde las profundidades de la selva para dotar definitivamente a la isla antillana de su color nacional–la que nos sirve como escudo de salvaguarda de la nación ante los peligros de este mundo apocalíptico, apoyada en la obra meritoria de artistas e intelectuales de la vanguardia, difundida dentro y fuera de la isla.

Razones sobran para que el festejo por el Día de la Cultura Nacional siga siendo un acto de fe de todos los cubanos.

 

 

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