El Caribe

Lo que hoy conocemos como Caribe era conocido, al menos en la primera mitad del siglo XX, bajo el nombre de Antillas y en sus territorios se forjaron esas culturas que hoy, en su diversidad, demuestran la existencia de un mundo enorme con características diferenciadas.

Ya en 1934, el joven poeta camagüeyano Nicolás Guillén enarbolaba, como una bandera de identidad, su divisa: «Esto fue escrito por Nicolás Guillén, antillano», puesta al final de su fluvial y largo poema West Indies, Ltd. Las Antillas de entonces, devoradas por las fauces imperiales1, sin conciencia apenas de su amarga historia, a pesar de todas las trampas políticas, se arremolinaban buscando su ser, el cual, por otra parte, recorría lo que algunos han querido llamar Torre de Babel. Lo cierto es que ese Caribe de nuestra época ha forjado su unidad muy a pesar de las diferencias lingüísticas que las Antillas ostentan.

Nicolás Guillén, nuestro poeta nacional, enarboló en su obra la identidad del ser caribeñoHispanas, inglesas, holandesas o francesas estas islas, mayores o menores integran, como se sabe, esa Torre de Babel cuya existencia no ha impedido la más sencilla comunicación a través de la música y la danza. Suena el tambor desde tiempos inmemoriales –como legado de la esclavitud, de la economía de plantación, de la dependencia colonial– y todos sabemos a qué atenernos sea cual fuere nuestro origen, sea cual fuere el color de nuestra piel o el idioma que hablemos. Aparte de hablar las lenguas metropolitanas traídas por los conquistadores, hemos sido capaces de crear nuevas lenguas, terceros idiomas, que se conocen como los creoles.

Pero la danza es aquí un gesto de entendimiento y comprensión, de identidad en plena combustión.En el Caribe no podemos hablar de una sola literatura, sino de diversas expresiones literarias que se manifiestan en distintos idiomas. Lo más interesante de ese proceso es la aparición de literaturas escritas en creole, es decir, en los distintos creoles que son la manifestación más auténtica del habla popular.  Entre nosotros, no hay literatura sin registro del habla. De ahí que haya una literatura emergente, de gran éxito fundamentada en esos creoles que revelan secretos del alma y la sicología social de la región. Así nos entendemos.

Nuestro arte, múltiple y dinámico, marca la diferencia porque en él transpiran la experiencia histórica común del látigo y la explotación, la injusticia y la desigualdad. El arte y la literatura del Caribe alcanzaron su esplendor claro que con las elegías de Nicolás Guillén y las aproximaciones al enigmático símbolo de Calibán que nos legara Roberto Fernández Retamar. Pero también, en 1992, tanto Derek Walcott, oriundo de la isla de Santa Lucía; como Dulce María Loynaz, nacida en Cuba en el seno de una familia de nobleza patriótica, se alzaron con sus obras para alcanzar, respectivamente, el Premio Nobel de Literatura y el Premio Cervantes en esa fecha.

El martiniqueño Patrick Chamoiseau obtenía el Premio Goncourt ese año de 1992 para integrar, junto a Édouard Glissant y Frantz Fanon, la tríada más trascendental del universo francófono.

Quien recorra algunas islas anglófonas como por ejemplo, Jamaica o Trinidad y Tobago, se asombrará en su recorrido de encontrar nombres hispanos y franceses en dos países donde la población habla, preferentemente, el inglés. Amanecían anglófonos y, por la tarde, se volvían franceses. Ocho ríos, Sabanalamar, entre otros, son los nombres de regiones legítimamente autóctonas.  Somos un crisol de culturas. Somos una civilización: una suma de civilizaciones.

Ambas con la más firme voluntad de luchar por un mundo mejor, que es posible. Como decía Alejo Carpentier, las culturas de los pueblos que habitan el Caribe nos rodean, son inmensas, telúricas y, aunque rodeadas por un mar poderoso, se asientan en una legendaria historia imposible de ser olvidada, imposible de ser negada.


1  Ver el clásico de Juan Bosch:  De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial, La Habana, ed. Casa de las Américas, 1981.

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