Estados Unidos y la democracia: El poder de los Políticianos

La democracia que nos presentan como modelo a imitar, como paradigma de derechos ciudadanos, fue analizada por José Martí durante su larga estancia en el país norteño, pues vivió en el monstruo y conoció sus entrañas; allí el ojo crítico del Apóstol desentrañó como nadie el alma despiadada del sistema.

Martí contempló el germen de la descomposición, no se dejó deslumbrar por los espejismos y anticipó adónde conducirían el ritmo delirante y soberbio, la feroz competencia, donde lo espiritual quedaba relegado a los más oscuros rincones.

El 10 de abril de 1892 se crea el Partido Revolucionario Cubano (PRC), concebido como el instrumento político necesario para organizar y conducir la guerra por la independencia y crear las bases para el establecimiento de una república democrática en Cuba.

Un instrumento tallado con el alma, para construir una República diferente, que dejara atrás los males de la colonia, para que esta no perviviera en ella, con sus lacras, para que los desmanes que aquejaban a las emergentes y balcanizadas naciones del continente no se repitieran en Cuba y se impidiera a tiempo que el imperio naciente cayera con esa fuerza más sobre las tierras de América.

El PRC fue la garantía de ese proyecto y de la República a fundar: «una nación capaz de asegurar la dicha durable de sus hijos», «un pueblo nuevo y de sincera democracia».

EL CIRCO DE LA DEMOCRACIA, LA POLÍTICA DE LOS EMPUJONES Y LOS TRASPIÉS

El dinero corre a raudales de las arcas de los poderosos, del complejo militar industrial, financiero, militar, mediático y el partido que gobierna EE. UU. -que, en un juego casi perfecto, se divide en Demócratas y Republicanos, un solo partido-, compra cada cierto tiempo a personas que les sirvan.

Los candidatos presidenciales en EE. UU. deben tener la suficiente resistencia para aguantar una competencia donde todo se vale: el golpe bajo y artero, los ataques personales, raciales, de género, la mentira, la bajeza, el engaño, la trampa.

Se escruta sin ética de ninguna clase en la vida privada de los aspirantes, la explotación del escándalo sexual para deshacerse de un rival es algo habitual y tiene historia en la política estadounidense.

Garry Hart en 1987 tuvo una relación extramatrimonial; en ese momento era el precandidato demócrata más fuerte para alcanzar la presidencia y el escándalo le obligó a renunciar a la candidatura.

Michael Dukakis, candidato demócrata en 1988, ha sido uno de los más atacados en la guerra sucia electoral, sus rivales esparcieron el rumor de que su esposa había quemado una bandera de EE. UU. en unas protestas contra la Guerra de Vietnam, incluso, dijeron que el candidato se sometía a tratamiento siquiátrico.

El equipo del presidente George Bush aseguró que Bill Clinton tuvo lazos con comunistas soviéticos en su época de estudiante. Al demócrata le adjudicaron una relación extramatrimonial con su secretaria de toda la vida, Jennifer Fitzgerald.

En 1984, Ronald Reagan, de 73 años, supo esquivar las saetas que su rival Walter Mondale le lanzaba sobre su vejez.  A Bob Dole, candidato republicano en 1996, con los mismos años que Bush, le atacaban constantemente con el asunto de la edad.

Quizá por eso intentó ganar terrero a Bill Clinton -el favorito- con otras tácticas, como la de sugerir que el entonces presidente, quien confesó haber consumido marihuana en su juventud (aunque «sin tragar el humo»), era el culpable del aumento del consumo de drogas entre los adolescentes. En un spot, los republicanos se preguntaban: ¿Se tragó el humo o no?

John McCain aprendió bien de las zancadillas que le hizo su compañero de partido George W. Bush, cuando presentó su candidatura a la presidencia en el 2000. Los votantes de Carolina del Sur recibieron una curiosa llamada en la que se pedía su opinión: «¿Qué pensaría usted si supiera que el senador McCain tiene un hijo ilegítimo con una prostituta negra?».

McCain, cuya hija «ilegítima» era en realidad su hija adoptada de Bangladesh, se quedó fuera de la carrera por la Casa Blanca.

En elecciones tan disputadas como las que enfrentaron a George W. Bush y John Kerry, el juego sucio era un arma recurrente: atacar por los flancos, familia, religión o patriotismo suele dar buenos resultados. Bush contó en su equipo con uno de los mayores cerebros en la maquinaria de inmundicia de las campañas electorales: Karl Rove.

Los demócratas presentaron a su candidato del 2004, John Kerry, como el héroe de guerra que había servido con honores en Vietnam; los republicanos, como el traidor que había arrojado sus medallas Corazón Púrpura en una manifestación contra el conflicto en 1971.

Una foto de Obama vestido con el traje típico de Kenia sirvió para alimentar los rumores de que el senador era musulmán.  Obama «alertó»  que John McCain prolongaría la guerra de Irak por cien años más, aunque el candidato nunca dijo eso. Además, aún no se sabe si es Sarah Palin la cerda con pintalabios a la que se refirió en un discurso.

Cuando se trata de ensuciar a un candidato, lo importante no es encontrar una mancha en su vida que revelar, sino que esta, real o no, parezca verosímil. Las elecciones ganadas por el actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y su ejecutoria política posterior, han roto todos los diques éticos, llegando a extremos indescriptibles.

MONEY, MONEY

El dinero de que disponga cada candidato va a ser esencial. ¿Cuánto cuesta ser Presidente? Mucho dinero.

Si juntamos los costes de demócratas y republicanos en procesos electorales anteriores, las elecciones presidenciales del 2008 costaron unos 5 000 millones de dólares, las intermedias del 2006 unos 2,85 000 millones de dólares, las del 2002 unos 2,18 000 millones de dólares y la de 1998 sumó 1,61 000 millones de dólares.

«Las elecciones presidenciales donde Barack Obama obtuvo la presidencia superaron los 6 000 millones de dólares», aseguró el Centro de Política Responsable (CRP).

En territorio yanqui es habitual que los simpatizantes apoyen la carrera de sus líderes políticos con cargo a su cuenta corriente. Las donaciones privadas son imprescindibles para elevar a un candidato al poder y para que se mantenga el sistema.

Entonces: ¿se puede legislar en contra de grandes industrias que han donado millones de dólares a tu causa?

¿CÓMO SE ELIGE AL PRESIDENTE?

Para ganar los comicios en EE. UU. se debe obtener la mayoría de los 538 votos electorales en disputa.

El Colegio Electoral está integrado por 538 electores, cifra que está en vigencia desde 1964. La Constitución le asigna a cada estado una cantidad de votos electorales y el número de estos «votantes» por cada estado es determinado por censo cada diez años. Esto quiere decir que los estados con mayor densidad poblacional tendrán mayor número de votos electorales.

Un candidato necesita un mínimo de 270 votos electorales (la mayoría) para ser elegido presidente. Si bien cada candidato apunta a la obtención de la mayoría de votos populares, la meta final es ganar la mayor cantidad de estados, especialmente aquellos con más votos electorales.

Este sistema de elección ha dado como resultado que en ocasiones el candidato con más votos populares no sea electo presidente.

Estas son las elecciones sobre las que ya José Martí decía en 1881 que «los Políticianos malogran y envenenan todas las banderas del espíritu, criminales públicos son, estos calumniadores de oficio».

Y CUBA NO DEJÓ MORIR A SU APÓSTOL

Los cubanos contamos con un Partido profundamente enraizado en el sueño democrático de la nación, heredero del partido de la revolución martiana, un Partido obra de Fidel, legitimado por su historia, por su trayectoria y por el voto de los cubanos.

El apoyo mayoritario a la Constitución de 1976 fue un voto de aceptación de la ciudadanía al papel dirigente del Partido,  ratificado en 1992 y en el 2002.

Nada tenemos que aprender, ni copiar del sistema democrático que niega derechos básicos a sus ciudadanos, como la salud y la educación y que falta a la ética y a las verdades más elementales. En Cuba no mandan los Políticianos, manda el pueblo soberano.

(1) Carta al Director de La Nación. Nueva York, mayo de 1884.

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