Martianos razonamientos hablan de cómo desde la infancia los rasgos del carácter se asoman a las actitudes, para más tarde fraguar en la adultez, y en el niño Fidel despuntaban parejos los sentimientos de justicia, rebeldía y dignidad.
No pudo el niño admitir vejámenes de sus superiores, desde donde pueden venir abusos de poder; no sintió más gusto que entre la libertad, gozada a la luz del día, junto a la tierra y los ríos, la misma naturaleza que después defendería a capa y espada; no supo lidiar con la inequidad, por eso tuvo como modelo a José Martí, el más alto ideal del bien para todo cubano; por eso quiso, en los umbrales de su obra mayor –la Revolución Cubana– que cada hijo de Cuba leyera El Quijote, símbolo universal de la justicia.
Sin esos patrones no es posible pensarse la paz, esa mansa complacencia a la que todo ser humano tiene derecho y que, sin embargo, se precisa conquistar, porque hay siempre otros, díganse individuos o escuadrones enteros, dispuestos a mancillar la honra de sus hermanos, como si merecieran no solo tener más que aquellos, sino también la atribución de someterlos y decidir por ellos.
La paz, indispensable para la dicha completa, no puede sostenerse donde priman el crimen, el conflicto injurioso y el miedo, y Fidel no solo la quiso; Fidel la hizo.
La paz que fundó vino de su corazón, inclinado a abundar en las humanidades de todo tipo, escudriñando materias y erudiciones, y calando en el alma de las personas, a las que vio en idénticos podios, sin que ninguna valiera más que la otra, a no ser por el brillo del espíritu.
A falta de la paz plural fue en busca de ella. Cuando pudo –como reza en la nota plasmada en su expediente– conseguir con su inmenso talento lo que hubiera querido, y vivir una vida pletórica de bienes de todo tipo, escogió un camino arduo pero luminoso, y fue a su encuentro. Bien sabía Fidel que no la habría en su cabeza sabiendo que un pueblo entero, el suyo, no la conocía.
Para tenerla, no bastaba desearla ni con todas las fuerzas del mundo: había que creer en ella, había que luchar por ella. La paz en Cuba adquirió entonces un nombre y se llamó Revolución. Su primera herramienta, el amor; sus hacedores, un grupo de jóvenes con Fidel al frente, asaltando cuarteles llenos de infames asesinos, organizando gestas en el llano y la montaña, seguidos por todo un pueblo cómplice y activo, que sabía bien a quién apoyaba y por qué lo hacía.
Desde el silencio y a viva voz, conscientes de lo que había que extirpar y de lo que era imperioso fundar, se combatió al tirano y a la dictadura, responsable de un sufrimiento atroz, traducido en el horror de un pueblo degradado, ciego a las luces de la educación, la salud, el deporte, la cultura, plagado de indignidades fomentadas por quienes saqueaban la patria común y la ponían a los pies del imperio.
La paz soñada, sin cuya garantía el progreso de la humanidad resulta imposible, no fue cosa de un día; la paz no fue triunfar, aunque el triunfo fuera el primer paso de la travesía. La Revolución fue la paz, pero garantizarla fue y ha sido una larga y permanente acometida.
Al trazar y cumplir para Cuba un programa de perfeccionamiento constante, en pos del honor de los hombres y mujeres de esta tierra, Fidel no solo diseñó la paz, sino que construyó el país más tranquilo de la región, sin más «armas y drogas» que los libros, y la sed de conocimiento y crecimiento personal, una de las formas de desterrar la barbarie. De sobra es conocido lo mucho que hizo también por la paz y el equilibrio del mundo.
En una ocasión resumió: «¡Somos una nación pequeña, pero digna de respeto! ¡Somos una nación pequeña en tamaño, pero grande en dignidad! ¡Somos una nación pequeña en tamaño, pero a la que hay que respetar, sencillamente, porque (…) el pueblo cubano ha demostrado que, a pesar de los tanques, y los cañones y las bombas y los aviones, y a pesar de los miles y miles de soldados, más miles de los que nos puedan mandar (…) supimos arrebatarles las armas de la mano, supimos conquistar a sangre y fuego nuestra libertad!».
De gente bien nacida es agradecer lo que en las manos se pone en condición de dádiva merecidamente concedida. De pueblos valientes y conocedores de su historia, de sus amigos reales y de sus históricos enemigos no podría esperarse menos.
La paz fue el regalo que le hizo Fidel al pueblo de Cuba, y Cuba, agradecida y heroica, velará por ella.