Los múltiples caminos de la felicidad

Esa búsqueda de la felicidad es uno de los principios que sustentan el proyecto de Código de las Familias que por varios meses tendremos bajo la lupa del razonamiento y las emociones en Cuba. Y en ese trayecto, si un valor no puede faltar es el respeto a la dignidad. La propia y la ajena. No importa edad, capacidades o elecciones vitales.

Hoy compartimos algunas historias en las que el amor habló más alto que las convenciones sociales, y logró superar su reto más difícil: el miedo a lo que piensen los demás.

Pacto y destino

Ella venía de una relación detenida en el tiempo, abandonada con todos sus sentimientos, manipulada con el arcaico argumento de «Con dos hijos, ¿quién te va a querer?». Él había visto hundirse un matrimonio con la turbulencia de una traición burda y despiadada, y además le llevaron a su único hijo, echando por suelo el sueño de verlo crecer a su lado.

Ella y él coincidieron, quizá porque el destino se sintió en deuda con ambos, y porque eligieron creer que ese pasado desafortunado los preparaba para valorar el amor en su justa dimensión cuando acudiera a sus vidas.

Así se encontraron. Ella osada, él algo tímido. Tuvieron la oportunidad de conversar; buscaban momentos para estar juntos, y un beso rondaba el abrazo en cada encuentro, pero continuaba levitando. Cuando menos lo imaginaron rozaron sus labios… solo eso. Suficiente para alimentar las fantasías.

Aunque sus verbos se encendían, la piel resistió un par de semanas más, hasta un amanecer frío de marzo en que ella tomó la iniciativa y lo visitó. Aquel primer paso, además de revolverles los deseos, los llenó de la paz que ansiaban. Se habían prometido no tener «simplemente sexo», sino hacerse el amor. Se deseaban y lo sentían en cada centímetro de su cuerpo. De pronto dejó de ser un frío amanecer de marzo.

Otra sospecha de confabulación del destino fue la empatía que surgió de inmediato entre ellos y los hijos del otro. Amor a primera vista que anticipó la hermosa familia que formarían.

                                         Lisi y Kike con los hijos de ambos. Foto: Cortesía de los entrevistados.

Con el tiempo llegó la convivencia. Sus modos convergieron, y tras un año de noviazgo él le pidió matrimonio públicamente, en el ómnibus del trabajo. Ella enmudeció de sorpresa y felicidad; estiró su mano y dijo «Acepto», al ritmo de un anillo que iba vistiendo de promesa su dedo anular derecho.

Desde entonces la soñaba vestida de blanco, y cuando llegó el día ella deshizo el mito de que las novias demoran. Apareció puntual, y a él le brotaron lágrimas al percibir que quien sería su esposa era la novia más hermosa del universo.

En su luna de miel se prometieron ser amantes eternos y formar un hogar donde prevaleciera el cariño y la dedicación. Donde no haya un amanecer sin que la primera frase sea un «Te amo» de corazón, mirándose a los ojos.

¡Cuán equivocado estaba aquel que creyó someterla indefinidamente augurándole el desafío de una madre soltera! Lisi encontró quien llenó de amor su vida y la de sus hijos, que es una misma vida; y Kike, que en su interior lamentaba no tener una niña, se vio colmado de atenciones por una pequeña que lo atrapó con lazos tan fuertes como el de la sangre. Tanto que cuando él viaja fuera de la ciudad por trabajo, la nena sufre su ausencia y pregunta insistente cuándo volverá.

En marzo se cumplirán cinco años desde que comenzaron a honrar aquel pacto. No han estado ajenos a discrepancias, pero a fuerza de comunicación, la armonía se impone y el deseo no merma. Aunque llegaron a segundas nupcias con heridas que suelen generar desconfianza, el suyo es un matrimonio sólido, basado en la fidelidad y exclusividad, sin que ello implique apartarse del mundo o renunciar a cultivar amistades reales y virtuales.

Son una familia reconstituida sobre los cimientos de la lealtad, la complicidad y el amor ¡mucho amor!, cuya lumbre ilumina otra ilusión: el deseo de ser padres nuevamente.

Quererse es el camino

Cuando tenía siete añitos, Yoibel le dio a su mamá una de las lecciones más importantes: lo que verdaderamente vale en la vida es ser una persona feliz y realizada, sin miedo al qué dirán. Así lo entendió Yesy cuando se acercó con un temor inmenso a contarle a su pequeño que había comenzado una relación amorosa con una mujer.

Pero esta historia nace mucho antes, en la época en que Yesenia González Abreu tenía solo 14 años y tuvo su primer novio: «Me casé con él a los 18 y tuvimos al niño cuando cumplí 20. Todo iba de maravilla y llegó el segundo, tres años más tarde.

«Éramos una familia feliz hasta que las cosas tomaron otro rumbo. Él empezó a maltratarme, física y verbalmente, y ya no había paz en la casa, por lo que decidí separarme».

Esas muestras de violencias también las sufrían los niños, quienes podían notar los cambios de humor de sus adultos significativos y la angustia que generaba esa situación.

«Mi hijo mayor, con cinco años, me expresó que ya no quería seguir así, y nos fuimos para casa de mi mamá. Los niños siempre han sido mi prioridad, por lo que no dudé cuando tuve que dejar aquel ambiente dañino».

Desde jovencita, Yesenia sentía atracción por otras muchachas, pero por miedos e inseguridades, y por seguir lo socialmente establecido, no hizo caso a esos sentimientos. La experiencia de los años le permitió conocerse mejor y aceptarse sin tapujos.

Un día esta villaclareña encontró a una persona con la cual comenzar otra etapa de su vida: «Confieso que tuve miedo al decírselo a mi niño mayor, pues él había vivido con su padre. No sabía qué palabras utilizar porque era aún pequeñito, y nunca imaginé que su reacción fuera tan sabia», describe la joven ese momento en que, sigilosamente, le pidió a su hijo comprensión.

«Le dije: “Mamá está enamorada, pero es de una mujer”. Y él, como si fuera grande, me miró a los ojos, sonrió, y dijo que si yo estaba contenta él también lo iba a estar», rememora.

                     Yesy y Lia han construido un hogar donde reina el respeto y el amor. Foto: Cortesía de los entrevistados.

¡Tremenda sorpresa se llevó esta madre! No esperaba una reacción tan natural. Quizá porque los prejuicios estipulan que el amor entre dos personas del mismo género debe pasar por un proceso de aceptación diferente a cualquier otro tipo de amor; o porque «no está bien visto» que dos mujeres vivan juntas y formen una familia.

Por suerte, esas añejas ideas no cabían en la mente de un niño de siete años: para él lo que importaba era que su mamá fuera feliz y no sufriera como cuando su papá la maltrataba.

Hoy Yoibel Orozco González tiene diez años y su hermano Yoikel, seis. Son fanáticos al béisbol y a cada rato van con su familia al estadio. Viven contentos con su abuela, su mamá y la pareja de ella, Liadnara Ruiz Alfonso, una muchacha de 28 años a quien conocieron hace un año y ya es pilar fundamental para la armonía hogareña.

Yesenia recuerda que al principio su mamá no aceptaba la idea: «Ella es licenciada en Enfermería y le daba un poco de vergüenza lo que pensara la gente. Pero un día una señora se tomó el atrevimiento de preguntarle si no le molestaba tener una hija lesbiana, y ella le contestó que su hija era una madre ejemplar y una excelente persona, y que esas eran las cualidades realmente importantes».

A quien más miedo tenía era a su papá: «Es que era muy recto y respetuoso. Un hombre de campo, combatiente de la guerra de Angola… ¡Imagínate! Estaba aterrada por su reacción. Pero él me respondió de forma sencilla que yo era su hija, lo único que tenía en la vida, y que me amaba por sobre todas las cosas», agrega la muchacha de 29 años.

En la casa —en San Antonio de las Vueltas, Camajuaní, Villa Clara— siempre hay algo por hacer. Se reparten las tareas domésticas, aunque Lía prefiere cocinar: «Nos ponemos de acuerdo para llevar y recoger a los niños de la escuela, porque las dos trabajamos fuera de la casa, y a la hora de hacer tareas asumimos las asignaturas conque nos sentimos más a gusto».

Siente el orgullo de haber encontrado a alguien con quien compartir su familia: «Ella ha sabido ganarse el cariño de todos con su forma de ser. Hasta los parientes del padre de mis hijos la quieren. ¡Y qué decir de mi suegra actual! Es súper buena, y a mis hijos le encanta ir de paseo a su casa».

Yesenia, Lía, Yoibel y Yoikel son felices, pero aún tienen que lidiar con malas caras y personas que les miran por encima del hombro. Confían en que el nuevo Código de las Familias proteja su derecho a ser reconocidos social y legalmente como el núcleo afectivo que son. «Queremos que se nos respete, que dejen de pensar que ser diferente es una enfermedad; que no se nos discrimine ni se nos odie, cuando solo queremos vivir en paz».

Amor de buena tinta

Ella tenía ya una reputación en el medio cuando él entró atrevidamente a la Redacción y le preguntó en tono coqueto: «¿Qué te parece esta nota?». Con mucha profesionalidad le respondió: «Eso no sirve. No cumple las normas. Rescribe y veremos». Fue amor a primera tinta. De la molestia inicial, el rostro del joven transitó por los colores de la vergüenza, el desestímulo, la curiosidad… Hasta que se detuvo en el intenso tono del interés: por el periodismo y por ella.

Desde ese día se propuso leer cuanto llegara a sus manos. Buen pretexto para consultar (a ella específicamente) sobre las herramientas aprendidas. De las muy literales notas de prensa que enviaba para revisión o consulta, sus despachos fueron transformándose en escritos de amor entre líneas, cuya sutileza ella captaba, lo cual fue despertándole mayor motivación.

Aquello parecía una historia de adolescentes: notas manuscritas, correos electrónicos, llamadas telefónicas, insistencia, invitaciones… Al principio ella se mostraba impasible, en apariencia distante, supuestamente concentrada en su trabajo y no en él. Pero nunca rechazó una insinuante agudeza.

Cuando comenzaron las salidas furtivas a comer, aderezaron el menú con miradas tiernas, risas nerviosas, chistes intelectuales (había que presumir), intentos de adivinación sobre gustos, colores, música… Toda una investigación romántica con el fin de que dejara de verlo como un «muchacho» y le permitiera avanzar en su cerco sentimental.

Pasó el tiempo y pasaron dos ciclones, que catalizaron la unión en lo profesional y lo personal. Se les veía siempre juntos (todavía no revueltos), trabajaban unidos, salían, bailaban, compartían… Para el resto de los colegas, Robe y Ana eran almas gemelas en un vínculo fraternal, hasta que un día de enero él le declaró su amor.

Muchos ciclones después, siguen alimentando la pasión del principio. Salen a divertirse y trabajan en equipo, aunque escriban para medios diferentes, y solo compiten por las atenciones de Sandy, el peludo y consentido rey del apartamento que comparten en un reparto de Nueva Gerona.

Aquella tinta que encendió su amor en la rutina de una Redacción, todavía imprime con la misma intensidad y filo que hace 14 años. Lo suyo es una unión afectiva de hecho, como la nombra el nuevo Código. Rodeados siempre de papeles, no necesitaron uno más para dar fe de que una familia florece en cualquier terreno abonado con persistencia y optimismo.

Madre ayer y siempre

Desde la periferia capitalina, Elena cuenta su historia: «Tuve a la niña siendo soltera. El padre y yo habíamos sido pareja, pero en ese momento éramos solo “amigos” que se encuentran.

«Como la decisión de tenerla fue mía, la crié casi sin su ayuda. Él iba a verla los domingos y ya: el resto de la semana ni siquiera llamaba por teléfono. Con 70 pesos mensuales “resolvía” sus obligaciones de manutención. Gracias a Dios y a mi familia nunca nos faltó nada material. La ayuda de mi madre fue importante, y mi hermana, aunque lejos, se preocupaba mucho también.

«Cuando la niña tenía siete años quise cumplir mi sueño de venir a vivir a La Habana. Lo tenía previsto desde mucho antes, pero decidí postergarlo para priorizar la maternidad. Cuando finalmente me mudé, no tenía quien me ayudara a cuidar a la niña para encontrar un trabajo.

«Los puestos que aparecían acordes a mi profesión eran muy lejos, y las distancias me dificultaban el ir a buscarla a la escuela, por ejemplo. Pero sin trabajar no podría sostenernos, y no quería regresar a un pasado que no era el mejor recuerdo para ninguna de las dos.

«Entonces mi hermana se brindó a acogerla en Pinar del Río. La matriculamos en una escuela cercana a su casa y hasta comenzó a dar clases de piano. La niña se adaptó de inmediato y le tomó gran cariño a su tía y su tío (mi cuñado), quien le dio el afecto paternal que nunca había recibido de su padre.

Así pasamos un año. Yo me mantuve yendo los fines de semana a verla. El resto del tiempo la extrañaba mucho, pero me tranquilizaba saberla feliz en un ambiente familiar como el que merecía.

En ese tiempo me estabilicé laboralmente y tuve una pareja que entendía mi situación. Incluso tuve otro bebé. Quise entonces traerla conmigo, pero la niña me dijo que no: yo seguiría siendo su mami, pero quería quedarse con sus tíos, a quienes amaba como mamá y papá.

«Eso me dio mucha tristeza. Tuve que pensar mucho, reflexionar sobre lo que era mejor para todos, y especialmente para ella, que ya tenía madurez para opinar y se veía feliz. Opté por no forzar a la niña: si eso era lo que quería, pues ¡palante!

«Para facilitar los trámites que implica el cuidado de una niña en edad escolar, mi hermana me propuso que se la diera en adopción. Esa decisión me costó mucho más trabajo. Finalmente, la niña pasó por una comisión de sicólogos y se completó todo el proceso legal.

«Aún me pregunto si habré hecho lo correcto, pues a la luz de las leyes actuales soy solo la madre biológica: la niña lleva legalmente los apellidos de sus padres adoptivos, los únicos que la representan en cualquier decisión.

«Mi mamá todavía no me perdona haber hecho eso. Fue un conflicto familiar grande. Me vi atrapada entre el verdadero interés y la felicidad de la menor, y lo que ve la gente desde fuera, porque te juzgan como que “regalaste a tu hija”, y no es así: nunca me he desentendido de ella.

«Respetar los deseos de un niño cuando son para su bien no nos hace quererlos menos. Yo le pedí consentimiento a ella y a sus padres legales para contar esta historia, y estuvieron de acuerdo, pero sin usar sus nombres.

«La niña está muy bien cuidada, es muy feliz y está avanzando en su piano. Nos comunicamos mucho, gracias también a la tecnología. Para ella yo soy “mami” y mi hermana es “mumi”. Dice que tiene dos mamás, y saber que con el código nuevo puede volver a ser así, sin afectar los derechos de nadie, me da mucha alegría».

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