La huella nefasta del terror

Tras el golpe militar en Chila, siguió como ola expansiva una avalancha de violencia, torturas, asesinatos masivos y persecución solo comparable con los crímenes del nazismo.

En Estados Unidos, las torres gemelas del emporio económico y bursátil de Nueva York, se derrumbaban ante los ojos atónitos de todo el mundo, dejando una estela de más de 3 000 muertos, de los cuales el 40% aún no se han encontrado los restos y califican como desaparecidos.

Ambos sucesos fueron el fruto macabro del terrorismo en dos expresiones diferentes e igualmente condenables.  Explosiones, fuego, lágrimas y gritos desesperados se impusieron como denominador común aquel día de distintos años.

Aún en cualquier parte del mundo el terrorismo prevalece con múltiples faces; es eco y herida que no sana. Su mácula vil se hace visible donde menos se le espera, como aparición infausta que desangra pueblos, doblega voluntades y quebranta sueños con una cuota implacable de orfandad, viudez, desolación y duelo. 

En medio de una pandemia entronizada en pleno siglo XXI la ambición imperial y las fuerzas del odio no duermen. La urgencia que clama solidaridad para trabajar unirnos como género humano contra un mal invisible y global no es escuchada por quienes apuestan por las ganancias y el revanchismo en su viejo afán de sacar provecho de la desgracia.

Las fuerzas del mal aprovechan la ocasión para sonar sus tambores de guerra en un momento que necesita el tañido de las campanas de paz. 



A pesar de ello no todo está perdido. A los ejércitos uniformados de camuflaje para matar; a los igualmente agresivos y embusteros que en el ciberespacio siembran la cizaña de la desconfianza, la incertidumbre y el odio. Nuevas formas de golpismo emergen en la América del Sur que en 1973 sintió sangrar sus propias venas en la del pueblo chileno. 

De otra parte y como signo de esperanza afloran ejércitos de paz vestidos de blanco para salvar vidas, mitigar el dolor y anuncian la gran verdad de que un mundo mejor es posible, de que aún existe un rayo de esperanza si se parte del amor. 

Este 11 de septiembre recordamos dos acontecimientos amargos de la historia universal y hoy mismo somos testigos de la expansión de una pandemia sumamente contagiosa y letal. Dentro de algunos años otras generaciones sumarán esta realidad a la lista de aconteceres adversos mundiales, y ojalá al hacerlo se cierre con un final feliz. 

Las lecciones de la historia deben ser aprendidas; el terrorismo destruye y mata. El único camino para salvar el planeta y con él a toda la humanidad es la conciencia de la responsabilidad personal, grupal, colectiva, social y mundial de que vencer la maldad en cualquiera de sus formas, es asunto de todos. 

Globalizar la hermandad y el respeto entre los pueblos es la exigencia de estos tiempos, y esta labor empieza respetando y protegiendo a quienes están a nuestro lado. Entre todos los seres de buena voluntad borremos para siempre la huella nefasta del terror, hagámoslo con la obra urgente y noble del amor.

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