Amanecer en Las Coloradas

Desde el firme hasta bien adentrado el pantano, una acera de concreto hace fácil el andar. A mitad de camino, un puente de maderas carcomidas cruza la ciénaga hasta llegar a la playa.

Allí, donde los mangles hacen un arco -como a propósito-, se ensancha el sendero, y un pequeño muelle nos recibe. Un hermoso paraje, salvaje e inhóspito, pero que un amanecer dio vía a la libertad.

Quien recorra este camino, involuntariamente, retrocederá en el tiempo. Tratará de imaginar a los expedicionarios del Granma, exhaustos, pero aguerridos, “como un ejército de sombras”, enfrentar los manglares de Las Coloradas, unas veces tropezando con las raíces, otras, trepando sobre las más gigantescas. Desgarrándose las ropas, hiriéndose las carnes, perdiendo provisiones, más no el coraje, no la decisión de que «En el 1956 seremos libres o seremos mártires»…. ¡Lo había dicho Fidel!

                                                                                                                    -II-

Fue fácil encontrar quien nos contara, mucho más con la disposición de un campesino de la zona. Mucho había vivido, pero es fuerte y erguido todavía. Con su hablar desenvuelto, ameno, va apresando a quien lo escucha en la emocionante trama de sus testimonios:

“Apenas amanecía cuando oímos un disparo. Solté la leña y aguardé. Era algo tan raro en este lugar, que dije a un compañero: ¨ ¿Será Fidel Castro que entró por aquí?¨ La idea me surgió como un rayo, porque estaba al tanto de los sucesos de Santiago de Cuba, el 30 de noviembre.

“El otro se burló de mis palabras. No me gustó y me callé. Seguimos apilando leña en silencio. Al rato, volvimos a escuchar como tres cañonazos. Pero esta vez, nada dije. Llené la carreta y salimos rumbo al bohío de Ángel Pérez, último antes de llegar a Cabo Cruz. Por el camino venía su mujer, muy alterada, y dijo medio temblando: ¨Fidel está en mi casa con muchos hombres. Están hambreados y muy mal. Hay que ayudarlos.¨

“Decidí virar. Mandé a mi mujer que cogiera el monte con los muchachos. Recogí lo   indispensable y regresé a casa de Ángel, pero los expedicionarios ya no estaban. Supe que cuando se preparaban a comer, sintieron disparos y Fidel dio la orden de partida… Maldije mi decisión de virar a crear condiciones. De encontrarlos, hubiera ayudado en la huida.

«Volví contrariado a mi faena. Arriaba los bueyes con otros dos, que no dejaban de hablar del desembarco, cuando apareció un grupo de rebeldes. Mis compañeros se mandaron a correr para el monte, de puro susto. Yo, me quedé, como clavado en la tierra.

“Se acercaron a hablarme. Me abrazaron. Decían que no tuviera temor, que venían a acabar con la dictadura que nos desangraba. Pidieron orientaciones de la ruta a seguir, pero quisieron irse solos. Se veían muy fatigados, algunos enfermos. Pregunté ansioso cuál era Fidel. Nadie respondió.

“Después, se internaron en los potreros y los perdí de vista. Hasta el día de mi muerte recordaré aquellas sonrisas cansadas, llenas de cariño de hermanos. ¡Algo muy grande que me apretó el corazón!

 

                                                                                                                      -III-

“Yo nací en Las Coloradas. Hijo de carbonero, seguí a mi padre en el oficio que alternaba con el de carretero.

“Me enamoré, y ella también trabajaba el carbón. Era la única forma de vivir. O más bien, de comer. Juntos seguimos en los hornos. Ella es «gente» de lucha. Me ayudaba en todo. Con el farol, en las noches oscura; con las bestias, al amanecer. Después, fueron naciendo los hijos. Paridos solitos, sin médico, ni hospital.

“Esa fue mi vida hasta que llegó Fidel. A partir de ahí… ¡Cómo cambiaron las cosas!

“Los batistianos sabían que habíamos hecho contacto con los expedicionarios. En represalia, una noche me quemaron la casa. Quedamos a la intemperie. Seis niños y la mujer con una barriga enorme, casi a punto de parir. Durmiendo por los potreros y haciendo contactos con el ¨26¨.

“Avisé a la familia de mi mujer que vive en Santa Cruz del Sur. Vinieron a buscarla en una lancha que atracó en Niquero. Y de ahí, en chalupa hasta Las Coloradas, para pasar inadvertidos.

“Fui a despedirlos. Subí a la señora y a mis hijos a bordo, y me quedé en la costa lleno de angustia viéndolos alejarse. Un hombre solo remando, en una pobre chalupa llena de niños y una mujer de parto. ¡Y no poder hacer nada! Nunca olvidaré aquella noche.

“Ya por esa época me buscaban por toda la zona. Era barbero de los rebeldes, los inyectaba, les conseguía medicinas, mataba reses de la compañía para repartir entre los campesinos hambreados y asegurar la comida de la guerrilla. Si hasta había un esbirro que decía en todas partes que cuando me cogiera, primero, me cortaba las piernas, y después, me quemaba vivo.

“Un buen día, triunfó la Revolución. De ahí pa´lante, todo fue facilito. Hicieron una cooperativa carbonera y empecé a trabajar. Ya mi esposa estaba conmigo, en un ranchito que levante en el monte. Y otra vez, esperábamos un «vejigo». Los hijos llegaron a 10. Somos felices, esa es la verdad.

“Después, me entregaron esta casa. Todavía nos parece mentira. Con los años, me dieron el cargo de “historiador”. Me otorgaron la medalla XX Aniversario, me hicieron militante del Partido y hasta delegado del Poder Popular.

 

 

 

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