Bordando mi patria íntima

En esos retos se me va yendo la vida.

En Guantánamo, en el oriente del oriente, en las confesiones de Florentina Boti, la hija del poeta de El mar y la montaña, la albacea celosa que hizo nacer al padre entre sus brazos. En una madrugada de aeropuerto solo para mí, con Fuló y el Niño Valdés, con el acuarelista del verso, que solo conocía un secreto para el éxito: estudiar, estudiar y estudiar.

En Aguilera Vicente, el padrazo, regalándome la lluvia que cae en Padre Pico en un grabado. Y en Waldo Saavedra, que hace navegar las olas de Caibarién en su cocina tapatía, que sueña un lienzo contra las soledades.

En Caridad Ramos, que detiene la inocencia en la cera, que me abraza contra la metralla. En una tarde con la vedette de Cuba, sin lentejuelas, mirando La Habana de verdes y de grises. En las frases de Adolfo Llauradó, el galán más temible de la pantalla, el más tierno de los galanes.

En Berta, la pregonera, un Landaluze que te sale al camino, con sus yerbas del más allá. En Adela debajo del sombrero. En Manuel Montoya, el hacedor de muñecos, tela y papel para enfrentar al mundo.

En Alicia, nuestra Alicia de las maravillas, bailando con las manos, bailando para la eternidad. En el lente infinito de Santiago Álvarez, desgranando su historia en blanco y negro frente al mar.

En la voz de Rosalía Arnáez, envuelta en la milonga, siempre despojada de sí, alma contra la desmemoria.

En la radio, la radio…

En Tamara Tong, la cobija perpetua. En Juan Carlos Roque, monarca del sonido. Katiuska Ramos, como la sensitiva, como un alambre vivo. Adrián Quintero, desde Sagua La Máxima, desde su patria chica, apostando a la voz, al efecto, al silencio.

En Ángel Luis Martínez, desdoblado y febril, jíbaro y tierno. En Caridad Martínez, con su maestría serena, con su mirada única. En Eddys Crespo, en sus olas calladas. Y Edelmira Palacios, siempre lejos, siempre cerca, con un corazón cubanísimo de arte y de folclor.

En Compay, Chan Chan universal, segundo de nadie, que me invita a su estreno de autor nonagenario. En Elena exultante, Elena desbordada, la Burke pidiendo permiso para amar.

En Carilda, la novia de Matanzas, la gran dama de Tirry, enseñándome la poesía más allá del verso, en la punta del mapa, en puentes y pirámides.

En el Ogún eterno, Eduardo Rivero, las manos como relámpago, haciendo danzar a las estatuas. En Cos Causse, Quijote Negro, cimarrón ahorcado en el árbol más hermoso de la tierra.

En Teresa Melo, en los locos que miran con fijeza y atraviesan las puertas. En Yunier Riquenes, pasión irrefrenable por los libros. En Grisel Gómez, su canto medular. En Aquiles, José, trova desnuda y fiel.

En Belice, la luz, el ángulo de Dios.

En Elio Salas, el poema o el abrazo: los dos. En Vladimir Martínez, hilo y color para salvarnos. En Yordano, un paso más allá, un sol escénico. En los Dos viejos pánicos de Nancy y Dagoberto.

En Lidia Margarita, hecha de oriente, de arte, de mar y de acuarela. En Gilda, colibrí de Colima, que me abrió el mundo. En Dayron Chang, yo mismo vuelto a nacer.

En Osmar, el dios de La Balbina.

En Electo y su Orfeón cantando a Lorca. En Dulce María Loynaz, con su cuerpo de lirio, con su mente de ceiba, cantándole a su Isla: “tenme siempre, náceme siempre”.

Y en Lilian Cala que me desanda con sus ojos de muñeco, que dejó prendido su duende en cada esquina de la ciudad.

De esos susurros, de esos fulgores he ido bordando mi patria íntima. De sus hilos renazco, resisto, me reinvento. Ellos son Cuba.

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