El maestro que llevo dentro

Era septiembre de 1971, sin precisar el día, pero solo sé que iniciaba el nuevo curso escolar.

Divisé una casita a la orilla del camino, donde sobresalía un pino muy alto y una caña brava y justo en su base, un busto de José Martí iluminado por el sol.

Caras de preocupaciones y entusiasmo de alumnos y padres se hacían visibles. Las respuestas a mis buenos días no se hicieron esperar, me presente e invite a realizar el matutino.

El mayor de los niños, que ahora no recuerdo el nombre, me comentó «maestro, aquí está la bandera». Ya entre ellos habían seleccionado quienes izarían la insignia ese día, y con destreza y habilidad acostumbrada, levantaron la caña brava de su base, y la colocaron mientras el resto entonaba las notas del Himno Nacional.

Créanme que en ese momento comprendí la responsabilidad que aquello entrañaba, eran niños de diversas edades de primero a quinto grados.

Durante los primeros días de clases, sin proponérmelo, empecé a hacer un perfil psicológico de cada uno de ellos. Les aseguro que prevalecía en todos la nobleza, el amor por la escuela y los deseos de aprender.

Algunos tenían que hacer largos recorridos desde sus casas hasta allí y eran los que más participaban y cooperaban en la organización y desarrollo del proceso docente.

Pronto me convertí en la figura principal del asentamiento y no pocas veces era consultado por sus vecinos como consejero ante dificultades hasta de índole personal.

No puedo dejar de mencionar a Inocencia (Chencha), la conserje de la escuela, quien en los tres cursos que laboré en el centro me acogió como uno más de su familia, y a pesar de la diferencia de edad me mostró gran respeto y nunca me llamó por mi nombre, siempre me dijo «Maestro».

La motivación y la responsabilidad ante aquel reto, me obligaron a prepararme ante cada clase, a la búsqueda de alternativas en cada problema que se presentó, enseñar a leer y escribir a los más pequeños, y el cumplimiento de los planes de clases según se exigía,me llevaron a revisar diariamente cómo podía ser mejor pedagogo, cómo atender las diferencias y lograr que junto al duro bregar en la cotidianeidad del maestro podía seguir siendo querido y respetados por mis alumnos.

Cuarenta años después, un día como hoy, regreso en el tiempo y me veo escribiendo en el pizarrón la fecha de entonces: La Pastora, septiembre de 1971 «Año de La Productividad»…

Veo a mis alumnos convertidos en doctores, enfermeros, maestros, ingenieros, técnicos agrónomos etc.

Hoy desde la puerta de mi casa es otra la generación que pasa rumbo a sus aulas.

Los más de 15 años que ejercí la profesión de maestro me sirvieron para comprender que es la más hermosa que existe.

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