En mi recuerdo Longina, la musa de Manuel Corona

La imagen que me acompaña, es la de una dama esbelta, de cutis terso, con el cabello recogido, y una mirada profundamente triste. Una tristeza tan honda, que no podía ocultar ni en el instante de regalar una sonrisa.

Mi “descubrimiento” ocurrió una tarde de verano, cuando Longina se balanceaba en una comadrita, dispuesta frente a la ventana resguardada por una reja de gruesas barras.

Su vista seguía los pasos de las personas que caminaban por el pasillo; a lo largo del cual se alineaban las habitaciones de la casa de vecindad, situada en la calle Concordia 309, en el entonces barrio habanero de San Leopoldo.

Allí vivió, hasta mediados de 1959, mi abuela materna; y aunque las normas prohibían a los menores estar presentes cuando los adultos conversaban, mi oído estaba atento a los secretos que algunos vecinos compartían, en ocasiones, cual susurro inaudible.

Recuerdo haber escuchado, que Longina se había refugiado en casa de sus parientes, debido a la mala situación en que se hallaba. Y aunque en aquella humilde morada, la holgura no tenía sitio, le habían tendido la mano, porque la familia estaba para ayudarse.

Aseguraban también, que Corona nunca había enamorado a la linda mujer, sin embargo, se me antojó pensar durante mucho tiempo, que quizás los unía ese sentimiento puro y generoso, nacido de la admiración recíproca. La letra de la canción, la asumía, de hecho, como una delicada señal de amor.

Sin embargo la historia real, está bien distante del romanticismo que yo le otorgaba. Longina y Corona se conocieron en el cuarto que habitaba la trovadora María Teresa Vera, en una casa de vecindad paradójicamente nombrada La Maravilla.

Cuentan que Longina llegó al lugar llevada por un influyente político llamado Armando André, quien fuera miembro del Ejército Libertador de Cuba, y se había licenciado con el grado de comandante.

Durante el encuentro, este personaje, a la sazón Presidente de la Asamblea del Partido Conservador, pidió a Corona que le compusiera una canción a la muchacha con la que, todo indicaba, mantenía relaciones amorosas. Corona no se hizo de rogar, y el 15 de octubre de 1918 fue estrenada la canción Longina, una de las piezas más conocidas de la trova y del cancionero nacional.

Con el paso del tiempo, y con el juicio que estos dispensan, me pregunté muchas veces, qué habrá pensado Longina O´Farril, la augusta señora a quien todos saludaban reverencialmente, cuando la niña que era yo, se quedó mirándola, como para registrar su rostro por siempre en la memoria.

Quizás ella no haya reparado en mi presencia, pero yo asistía, sin duda, al primer encuentro con una persona importante, desde mi perspectiva y en mi entorno.
Durante muchos años recordé a Longina, cuando mis padres y tíos hablaban sobre música, tema recurrente en el hogar, y salían a relucir los nombres de Sindo Garay, Miguel Matamoros y del propio Manuel Corona.

El mulato alto y delgado, nacido en Caibarién en 1880, se trasladó a La Habana con su familia, a los quince años de edad. Al igual que muchos residentes en el interior de la isla, ellos procuraban el respiro que no les era dable en el pueblo natal.

Pero la villa, bajo el influjo de la guerra iniciada en 1895, no podía reservar la acogida amable que suponían los Corona. Las oportunidades eran escasas, y su condición social, y el color de su piel, obstáculos infranqueables.

Aunque el joven aprendió pronto y bien el oficio de tabaquero, nada pudo torcer su vocación irrefrenable por la música. Siempre anduvo acompañado de su guitarra, con el espíritu poblado de contradicciones, y el afán de descubrir la belleza, más allá de los límites que se ha convenido fijarle.

Longina O’Farrill, la mujer del cuerpo orlado de belleza, los ojos soñadores y el rostro angelical, abandonó la vida en medio de la pobreza que signó su existencia; años después de que Manuel Corona emprendiera el viaje sin retorno.

Reconocido hoy como uno de los grandes trovadores, fue la suya una vida azarosa. El bardo murió, como había vivido, sumido en una orfandad material inmerecida.

En 1989, para cumplir la última voluntad de una de sus más célebres musas, los restos de Longina O`Farril fueron enterrados en el cementerio de Caibarién, junto a la tumba de Corona, el compositor que la inmortalizó.

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