Les transcribo el lead: “Cada año se pierden o desperdician mil 300 millones de toneladas de alimentos en algunos países, mientras en otros se desperdicia hasta un 35% de los alimentos disponibles, según una serie de datos publicados por la FAO, sobre causas subyacentes del hambre y la malnutrición”.
Y en una asociación automática que se produjo en mi cerebro me vi, con la mayor nitidez, sentado a la mesa del almuerzo junto a mis hermanos y padres, donde estos últimos nos alertaban para no desperdiciar comida “…porque en estos mismos momentos hay otros niños como ustedes que no tienen nada que comer”.
¡Y pensar que aún en nuestros días unos 800 millones de personas padecen hambre! Es como un bochorno perenne afectando la dignidad humana. Pero es, sobre todo, la prueba más concluyente de la gigantesca injusticia del capitalismo, bien llamado salvaje.
Allá, en cualquier país rico, una señora de la más alta aristocracia va al mercado y compra todo lo que cree necesitar y otros productos desconocidos, porque quiere probarlos. En la mesa se advierte todo tipo de manjares, tanto los que se consumirán u otros que no, pero lucen bonitos adornando la ocasión, claro por si vienen invitados. El niño de la señora lanza al perro de la casa un pedazo de carne, porque no le gusta, y su mamá lo regaña dado que con esa acción ensució la alfombra. Además, más de la mitad de lo servido no se consumió y hay que botarlo, “es feo guardarla para después y se puede perder refinamiento”.
Y en esos mismos momentos, en un paraje casi olvidado, dentro de una casa de tablas viejas, una familia se enfrenta a diario a un sinfín de sufrimientos; la escasez se enseñorea ante ellos, los niños no van a la escuela, solo esperan pacientemente a ser mayorcitos para trabajar duro en el campo; las manos del padre parecen piedras empeñadas en golpear el hambre, la incertidumbre y la desesperanza; y la madre, muy encorvada y enferma, delante del fogón soñando en que un día podamos comer como Dios manda.
Es, en definitiva, una escena tan cierta como dantesca, que causa una herida muy profunda en los más nobles sentimientos humanos. Por ello resulta imprescindible luchar contra la indiferencia, amiga inseparable de la injusticia. Sucede lo que afirmó uno de los grandes hombres de este mundo: “Para que existe un solo rico tienen que existir miles de hambreados”.
La propia naturaleza del capitalismo es la que hace posible la desigualdad, simplemente porque obedece a leyes ciegas donde no cuenta la justa distribución de las riquezas. Es así como se produce una ecuación macabra, determinando un abismo cada vez mayor entre ricos y pobres: los primeros cada vez más ricos y los segundos cada vez más pobres. Definitivamente, solo hay dos alternativas: luchar a cualquier riesgo para continuar viendo el sol, o sencillamente, acostumbrarnos a vivir como bestias mansas bajo el aguijón del capital. No hay tercera alternativa. Créame.
“Los malos no triunfan sino donde los buenos son indiferentes”, José Martí