Mujeres que me tocaron…

Eufemia Rojas tenía 111 años cuando la conocí. Sí, no hay error, vivió en tres siglos. Bebí la savia de su existencia con avidez, quise exprimirla. Se acordaba de todo, incluso de la Reconcentración de Weyler. ¡Nada menos! Fue una larga, una increíble, una irrepetible conversación…

«No podía ver una res sin temblar», me dijo aquella muchacha. La vida, sin embargo, la puso a prueba. Una mañana debió tomar el miedo por los cuernos. «Lo hago por mi niño pequeño», me confesó. Y allá allá la veo, allá la dejo,conduciendo su yunta de bueyes, con su tono inconfundible… ¡Ojinegrooooo!… 

Gardenia también era serrana. Era callada, era pequeña.. Sus ojillos recordaban el rocío. Hablaba con el morral, con el café. Lo enseñó a sus hijos y a sus nietos. Yo  buscaba el tamaño de su pasión y debí ir con ella de planta en planta, mientras arrancaba los granos de fuego a la montaña.No tenía tiempo que perder.

En el oriente del oriente me encontré con Florentina Regis, la hija del poeta Regino E.Botti. Con un toque de misterio, de revelación, me abrió sus armarios. Tenía  ordenada la obra inédita de su padre, cuadernillo por cuadernillo. «Quisiera tener otra vida para dedicársela»,  me repitió. Guantánamo no ha sido igual cuando ella faltó.

A la Fornés la asalté en su casa, en la capital cubana. Me recibió una vedette sin poses de  vedette. Me habló de su familia, de su carrera, de cómo daba gracias a Dios por cada aplauso. Su sinceridad me conmovió. Ella es la rosa náutica que nos defiende del tiempo.

La señorita Nancy  tenía su propia dimensión. Perdió sus apellidos en el contacto  con los niños. No le tocaron las escuelas más grandes ni los barrios más favorecidos; pero su destino estaba sellado. Se lanzó a él con todo.

Durante décadas brilló su voz, brillaron los cuadernos impolutos de sus alumnos. Ella estaba allí cuando  volvieron sus alumnos con sus hijos del brazo. Yo me siento uno más ahora que me cuenta, ahora que me mira.

¿Y aquella dama que no cabe debajo del sombrero? La mirada que quiere morder, que quiere escapar y volverse una ola. Adela Legrá, la última Lucía, la imagen del cine cubano. Han pasado décadas, pero ella conserva la estirpe. Me desgrana toda su historia de vida, su accidentada historia en la pantalla. Me premia, cuando extiende la taza de café.

Es inevitable que vuelva, una y otra vez. Sabrán perdonarme. Parecía un lirio a punto de quebrarse, pero conservaba porte de ceiba. Cervantes en el corazón de Cuba. Dulce María Loynaz me recibió en su sillón secular. Entré a un lugar sin tiempo. Su cubanía me desbordó, me acompañó.

Apenas puedo escoger una hebra de todo lo que me dijo. O tal vez me quedé  con aquella confesión: «Gracias a ustedes seguiremos viviendo, aún después que la tierra nos cubra». Ustedes, naturalmente, se refería a los periodistas. Sabía muy bien lo que decía, su esposo había sido cronista. Había sido harto generosa.

He tenido mucha suerte. Frente al micrófono, cerca de la agenda, detrás de una cámara, he encontrado mujeres que me han tocado para siempre.

 

 

 

 

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