Me faltarían las fotos junto al busto de Martí en la escuelita primaria, el recuerdo de los padres atando pañoletas al cuello de sus pequeños hijos, el barullo del barrio en las Olimpiadas de 1972 después del nocaut fulminante de Teófilo Stevenson sobre la mandíbula prominente y cuadrada del yanqui Duanne Bobbick, al que apodaban «La Esperanza Blanca» y que, esperanza al fin, pues se la comió el chivo, aun cuando no era verde.
Si yo no fuera cubano, habría ignorado la alegría colectiva que se teje alrededor de una olla grande repleta de caldosa en plena calle. No conocería el ruido estrepitoso del dominó debajo de una mata de almendras, ni tendría recuerdos del Buey Cansao de los Van Van, de la Nueva Trova, de Palmas y cañas o hasta del parte meteorológico del doctor José Rubiera, conocido en mi pueblo como el Cazador de Huracanes.
Si yo no fuera cubano no habría aplaudido a Fidel cada vez que les sonaba el carapacho a los personajes del Norte, ni me hubiera estrenado nunca una guayabera y es probable que no supiera nada de pelota, quedándome fuera del alboroto de la gente cuando Antonio Muñoz reventaba la bola y Bobby Salamanca gritaba a todo pulmón: «adiós, Lolita de mi vida».No conocería el congrí, ni el puerco asado en púa.
Si yo no fuera cubano podría levantarme temprano y no tomar café, hablaría siempre bajito, no haría bromas en los lugares más insospechados, no entablaría conversaciones improvisadas con cualquier desconocido en la parada de la guagua, no les pediría sal a los vecinos, no donaría sangre de forma voluntaria, sabría un poco menos de solidaridad, no me iría de gratis a los hospitales, no tendría hijos protegidos por vacunas gratuitas, no les prestaría atención a la Virgen de la Caridad, a las estampillas de San Lázaro o a las ofrendas dejadas en los troncos de las ceibas.
Si yo no fuera cubano ignoraría la dicha de hacer una Constitución y tener el derecho de votar por ella; y sobre todo, que un pueblo bueno puede más que un destructor tornado.
Si yo no fuera cubano nunca habría aprendido que se puede vivir con menos, pero con más orgullo; que te pueden bloquear cualquier cosa menos la sonrisa y las ganas de vivir sin tener precio.