Ella estaba allí cuando llegué, frente al micrófono, con las palabras. Enseguida sintonicé con su pasión, con su experiencia. Te envolvía con sus contadas, con su manera de defender lo que hacía, con su insistencia. Tengo tantas fotografías suyas, siempre rodeada de amigos.
Zulima Nicolau Lahera y Kenia María González Caballero se convirtieron en “las voces instrumentales de la noticia” del noticiero Entrearte, que significó el estreno de un espacio noticioso en la emisora Radio Siboney. Y junto la directora Lucía Dalis, la editora María Elena Pineda y el colaborador Francis Castillo, vivimos los primeros desvelos.
“Nunca dejó de estudiar la locución”, recuerda su compañera Zulima. El libro La locución: técnica y práctica de Frank Guevara, era su biblia. Podía colorear una crónica, asumir una revista, enfatizar una frase, decir una noticia. Podía anunciar una pieza musical, conversar con un invitado, promocionar un espacio. Todo en el tono justo, con su particular donaire.
La vida me reservó el privilegio de escribir para ella: uno de los capítulos más inusitados, más hermosos de mi vida. Yo la imaginaba levantando mis frases a medida que avanzaba en los guiones. Yo me regocijaba a la vuelta, en el aire, cuando ella las engrandecía.
Creamos el programa Revelaciones, una hora para la cultura universal la tarde de los sábados. “Solo si ella acepta”, respondí cuando me preguntaron quién sería la voz. Me conocía de memoria sus bufandas, su manera de improvisar, su tono. Su formación como actriz y como musicalizadora, su capacidad artística, sus ansias de volar, me empujaron. Y viajamos por geografías y épocas durante tres años… hasta que un golpe seco, insulso, hizo encallar aquellas aventuras.
Ella fue Juana de Arco y María Félix, fue Amalia Simoni y Rodrigo de Triana. Fue Greta Garbo y Chavela Vargas. Fue Van Gogh y su oreja sangrante. Fue siempre ella misma y sus retos.
Recuerdo cuando subimos a recibir un premio por un programa dedicado a Dulce María Loynaz, donde ella había corporizado a la Premio Cervantes en su visita a Santiago de Cuba. Era de mis primeras veces en un Festival de la Radio, y levanté su brazo. Estar junto a ella fue el verdadero galardón.
La tengo ahora mismo frente a mí, junto a la especialista encargada de una sección de ballet en la revista Música y algo más. Cuando María Victoria Cabrera, medio en serio, medio en broma, le pedía sugerencias del tema a abordar, Kenia María era capaz de ayudarla, medio en broma, medio en serio, porque su formación cultural era recia.
Un día me invitó a su casa, en el centro de la ciudad. Entré por el angosto pasillo, me cobijé bajo las tejas de su sala, recorrí el patio interior. Santiago, su esposo, hizo gala de su maestría culinaria. Su hija Clarita me dio un beso. Y la admiración que empezó por la cabina, creció hasta el infinito.
No concebí a Kenia María González fuera del micrófono, pero un día, como todos, ella también se fue. Me dejé enredar por la vida y no la vi más. En el estertor de 2024 supe la noticia, la terrible noticia. Miré instintivamente a la escalera, por donde tantas veces llegaba bamboleante, lista para la puesta, para el encuentro con sus oyentes. Y corrí a escuchar su voz, para espantar la muerte.