Cuando yo quería ser como el santiaguero Ado Sanz, tan palabroso, tan palabrero, tan palabreante, y dueño de tantas camisas lindas, todavía no conocía a los otros tres que finalmente hice mis paradigmas en la radio, Carlos Figueroa, de Radio Sancti Spíritus, Lázaro Sarmiento, de Radio Enciclopedia y Reynaldo Cedeño, de Radio Mambí, en Santiago de Cuba.
Con ninguno de los tres he sostenido una relación cercana. Solo somos amigos “de eventos”, lo que significa que alguna vez hemos coincidido en festivales u otras reuniones parecidas. Y de vez en cuando nos encontramos en esas esquinas virtuales que son las redes sociales.
Figueroa con la Casa de la Guayabera a cuestas, Sarmiento que escribe unas viñetas en Facebook que ya debieron publicarlas en un libro y Cedeño, que geográficamente es al que tengo más cerca y que era el que más lejos estaba porque los holguineros miramos más de la cuenta a La Habana y muy poco al resto del Oriente de la Isla y casi nada al Centro.
(Supongo que fue una casualidad, ¿verdad Aliuska Barrios Leyva?), a los dos nos invitaron a Las Tunas, a celebrar los setenta años de Radio en aquella provincia, y entonces Cedeño fue para mí nada más por tres días. Venía no me acuerdo de dónde, (pero no era de Santiago). Andaba y anda siempre, promocionando sus bitácoras y compases.
Santiaguero profundo como es, en pocos minutos me reafirmó que su compañía fiel y consoladora seguiría hasta el día en que la tierra se abra para mí, (y ojalá que demore tanto como un trámite en una oficina de la vivienda).
Su sonrisa, que explota a veces en cascada, se detuvo por breve instante mientras lavó las camisas que llevaba en la maleta y después se apagó el servicio de corriente. Alumbrándose con su teléfono móvil, Cedeño pasó a su constante pasión, promocionar lo que escribió, (como se ve en la fotografía).
Pero conste que no promociona su obra para que le aplaudan; Cedeño no promociona su parte en la obra. Lo que busca es que nos maravillemos con el personaje que las protagoniza, como le pasó a él antes de escribir. Cedeño no auto promociona su habilidad para escribir, sino a los vivientes que han tenido la suerte de pasarle por delante. Por él, promotor incansable, el pedazo de Cuba que vio, sigue vivo.
Es la vida viva y real, porque este hombre tiene el poder de ver lo esencial, lo que quedará existiendo después de la muerte, las supersticiones y los misterios.
Sus escritos, incluyendo unas viñetas de pocas oraciones, que él llama “ripios”, no son esos parrafitos de surrealistas trasnochados o de falaces adivinadores de lo insólito, disfrazados de profundidad, con los que tantas veces la prensa trata de encantarnos, como lo hacen las sirena con su canto, sino que Cedeño lleva al lienzo, lealmente, lo que ve y siente, comprensivo, cordial, simpático como lo hacen los hijos de su tierra, sin el empaque ni el tono de una pesantez profesoral, sino como sin querer, pues es demasiado sensible y lúcido para creer y preconizar que el universo se encierra en una sola fórmula.
Creo y lo digo con responsabilidad, que en su obra vibra el alma cubana. Y si hay quien no lo leyó todavía o no lo ha oído por su radio, y supone que es exagerada la oración anterior, le pido perdón y le doy el derecho a no creerme a mí, un sencillo mortal. Crea, eso sí, en la cardinal poeta Dulce María Loynaz, que escribió en un libro de ella dedicado a él: “A Reinaldo Cedeño que viene de la tierra donde las palmas son más altas y los corazones más abiertos”.
Yo, para disfrutarlo plenamente, lo nombre mi cónsul en su patria chica, Boniato. De allí el escribidor se escapa, loma abajo, hasta Santiago, la ciudad que no miramos como debíamos porque La Habana es muy soberbia. Se va, les decía, a mirar el mundo, lavando las camisas donde consigue hacerlo, a cumplir con la misión que se impuso. Y cuando vuelve a su casa trae sacos llenos de nuevas identidades ya experimentadas.
Entonces comienza la parte más fatigosa de su oficio: fijar en oraciones, con su sintaxis propia, La Vida, que es una inmensa cantidad de palabras palabreadas.
Leyéndolo, siento que Cedeño sufre vigorosa y vehementemente cuando escribe, porque duele mucho lo que queremos y lo que forma parte de nuestras vidas (y se sabe por el testimonio de tantos escritores, que no se puede escribir sin vivirlo otra vez, lo que alguien nos contó con lo mejor de su alma). Pero este santiaguero es ser de una resistencia a prueba de cañonazos. Él vive y revive su vida y las de los demás, las escribe y queda recordando para siempre. Él es, sobre todo, un “recordador” y por eso debíamos estarle agradecidos, porque, (se sabe con seguridad), que son los recuerdos lo que no te quita ni el tiempo, ni el ajetreo, ni el viento o los ciclones.
Para conservar los recuerdos, Cedeño y otros tres o cuatro más como él, en Radio Siboney, de Santiago, crearon el que me pareció el mejor programa de la radio de los últimos quinquenios, al que titularon “Como suena la vida”. ¿Cómo pudo desde su emisora tan pequeña y sencillamente “desde Santiago Cuba, ese municipio del mundo?
Pocas veces oí en el mismo punto del dial tanta gente ilustre contando su vida de la mano de los buenos creadores de la radio cubana. Pocas veces la Isla entera, con sus semejanzas y diferencias, con todos sus “cantaítos” al hablar, se asomó, diáfana, tersa, auténtica y legitima por las ondas hertzianas. Pocas veces la radio cubana ha sido más nacional y universal que en aquel esfuerzo de Cedeño. Por eso creo ese programa y el movimiento cultural a su alrededor debían renacer en una emisora de alcance nacional. Yo me sumo como soldado; y otros muchos lo harán, estoy convencido.
Por ahora, y mientras mi botella con mensaje incluido llega al puerto, comparto un programa en el que el periodista se desnudó hasta los huesos y el papel. Lo hizo delante de dos estudiantes de la universidad, su Universidad, tan llena de evocaciones como todas, la de Oriente.
En el libro “¡Apunten!”, Cedeño contó cómo supo que el radio documental a él dedicado, ganó el Gran Premio en el Festival Antonio Lloga in memoriam, que organiza la Asociación Hermanos Saíz.
Salvador Virgilí Suñol integró en 2012 el jurado del “Lloga” junto a ese ángel llamado Iván Pérez y al maestro Manuel Andrés Mazorra, ambos Premios Nacionales de la Radio. Los estudiantes Esperanza Cabrejas y Eduardo Cedeño me habían encerrado en un estudio para que les contara de mí ―es decir del periodismo, es decir de las terquedades―, de cuando fui manisero, de lo humano y lo divino… todo en el peor año de mi vida, el de la partida de mi madre. No sé cómo, cómo pudieron armar, cómo pudieron dar coherencia a aquel testimonio en un documental de 13 minutos. La obra De hueso y papel acabó ganando para sus autores, el gran premio del 22 Taller y Concurso de la Radio Joven Antonio Lloga In Memoriam, es decir, del “Lloga”. Los cubanos, cuando el camino es largo, tomamos el trillo. La premiación tuvo como escenario un lugar hermoso, cargado de historia, la escalinata del Museo Emilio Bacardí, en el centro mismo de Santiago de Cuba. Asistía a la premiación como parte de la habitual cobertura periodística y cuando anuncian el premio… escucho mi propia voz. Al principio no entendí, porque nadie me había advertido, nadie me había soplado nada. Virgilí me hizo señas para que subiera, cuando aún me reponía de la sorpresa. No, le respondí moviendo la cabeza. Otra vuelta de tuerca y una nueva negativa. Era hermoso que alguien hubiera reparado en mi historia, mas no era mi hora. Pero Virgilí era mucho Virgilí y sin esperar más, bajó los escalones, me haló con sus manos-garfio y me puso al lado suyo, de los premiados, del jurado.