En la noche del 14 de febrero, falleció en Santiago de Cuba a los 76 años, José Armando Guzmán Cabrales, locutor insigne de la Radio Cubana.
Era una curiosidad, un habitante inesperado, un mito. Nos sobrecogía con sus labios demasiado gruesos, con su tono perfecto, con su carácter.
Llegó al barrio al final de mi niñez. Crecí pronunciando su nombre, Guzmán Cabrales, como quien dice algo grande.
El ómnibus se detenía en mitad de la loma para dejarlo frente a casa. La gente le extendía papeles a su paso, le saludaban. Se rendían al poder de su voz.
Había algo sobrenatural al escuchar un nombre, el de todos los días, dicho de la manera que él sabía.
Había algo sobrenatural cuando narraba cualquier época.
Mis estudios y su historia se cruzaron un día. Poco a poco, el saludo formal dio paso al diálogo. Y sin saberlo, Guzmán Cabrales, mi vecino de enfrente, se transformó en mi amigo.
Un día me pidió algo para Domingo a las once. Era un programa mítico de poemas y canciones de la emisora provincial, CMKC. Me resistí al honor, mis pobres versos; pero los vi flamear en su garganta.
Un día le pedí su testimonio sobre La Lupe. La presentó, cuando no era más que una joven en ciernes en las nocturnidades de Santiago de Cuba.
Cuando le otorgaron el Premio Nacional de la Radio, corrí a su casa. Atravesé la calle. Temo que fue algo común, que balbuceé, que no le dije lo que su altura merecía.
Cuando se fue del barrio, nuestros encuentros fueron más espaciados, pero más intensos. La nostalgia se le iba en la mirada. Yo me le aparecía como una vuelta de lo que había dejado atrás.
Se fue al inicio de mi madurez, Guzmán Cabrales. Sigo pronunciando su nombre, como quien dice algo grande.