Estoy ya en casa. Y esa es, para mí al menos, la mejor noticia, dejada atrás la estremecedora cobertura de los Decimoquintos Juegos Paralímpicos, Rio 2016.
No es patriotismo barato, ni sentimentalismo cincuentón. Pero fue lo que experimenté cuando el vuelo 871 de Copa Airlines dejó divisar la silueta isleña y sentí su olor, allá donde el sol sigue en su reinado inconquistable por más cerca que creas estar de él.
Y acabé de contar 335 horas desde que hice la travesía al revés, para esta mi primera cobertura internacional. Supe, entonces que habían pasado, como en el Macondo de «Cien Años de Soledad», 335 años.
Lo dicen las marcas de mi alma de guajira de Palmarito o de Caracusey y de cuyos ariques no pude sustraerme ni en las escaleras eléctricas, ni en los baños automáticos, ni en el avión, donde los sustos fueron menos de lo esperado, quizás por tantas alertas y desde donde pude confirmar más de una certeza: que solo a once mil metros de altura y través de un colchón de nubes, el mundo es realmente equitativo. Que es ese amasijo de maquetas perfectas y de puntos diminutos y desde donde la vida suele verse diferente y hasta la muerte puede sentirse cerca, si le pones todos los sentidos a los mensajes que a cada rato te recuerdan los rituales de seguridad.
Agradezco, sin embargo, la oportunidad de Río, apenas en lo profesional. No solo porque me enseñó que existe un espacio más allá de la voluntad y el desafío donde el ser humano puede encontrar los hilos de la esperanza y puede crecerse sobre la adversidad.
Río me dictó las claves de la cobertura, que debes aprender a cabezazos… y a encontronazos también. Nunca corrí tanto como en estos días. Y hablo de carrera literal para entronizar tu agenda personal, en la rigidez de los horarios del transporte, que te roba la mayor parte de las horas que quieres, sin poder, multiplicar.
También para atrapar la noticia más allá de las marcas y las medallas o para imponer respeto en las llamadas zonas mixtas, esos espacios de cada instalación donde, «oficialmente» puedes contactar a los atletas y donde se vive una disputa carnal por la sobrevivencia informativa. También donde se lucha por el poder de la inmediatez contra los intentos «colonizadores» de los grandes consorcios mediáticos.
La zona mixta, suele no ser siempre un espacio de paz, sobre todo cuando los organizadores quieren dictar reglas para unos y extremos para otros o cuando disponen el tiempo de entrevistas, como si un minuto bastase para atrapar las historias heroicas acabadas de escribir en una pista, una cancha, una piscina, un colchón.
Y aprendes que la tecnología no puede suplantar el peso de los hechos, a sabiendas que no hay ni palabra, ni crónica capaz de abarcar la dimensión humana de los Juegos de Río de Janeiro.
Entiendes que todo esfuerzo es nada ante el instante mismo en que Omara Durand te rodea en un abrazo, o Lorenzo Pérez, aún mojado, sonríe desde una silla de ruedas.
En la zona mixta compite la censura, cuando intentas el sondeo silvestre y encuentras el silencio “regulado” porque muchos no pueden ni decir qué le parece el público brasileño.
En esta cobertura tuve también mis guías, por suerte: Vladimir Prieto y Ángel Melis, los muchachos de la televisión nacional, dos seres adorables que aunque me doblaban en experiencia en lides internacionales, extremaron su caballerosidad y amortiguaron mis «guajiradas» de novata.
También compartieron alguna que otra lágrima, cuando una hazaña terminaba por interponerse entre la objetividad y la ética de los manuales.
Pero Río me dejó otras marcas, más allá de sus «poses postálicas» que embelesan a medio mundo. Advertí que esta ciudad, como Brasil, aunque es quizás más maravillosa que aquella imagen que de niña me forjé, te atrapa a la vez que te aplasta en sus contrastes.
Río es esa urbe imponente que puede enloquecer no solo a una guajira debutante. No solo por su tránsito trepidante y enrevesado entre talanqueras y barreras.
En sus contrastes no acabas de entender que sus lagunas pestilentes rodeen a una edificación lujosa o que sus enormes carreteras pongan en entredicho su perfección con sus baches.
Partí de Río sin entender cómo le hacen los moradores para entrar en el «encaramillo» de favelas que le han robado la mitad a las montañas, tanto como los túneles kilométricos de la ciudad. Partí sin entender qué quiere este Brasil que baila samba a toda hora, aunque su mundo se haga pedazos con Dilma incluida.
Entonces confirmas que ni la calefacción de una suite fastuosa es capaz de darte el calor que procuras en medio de la madrugada a la espera del amanecer cuando, ¡por fin! y ha caído otro día, uno más de los trece que taché uno a uno, como en mis cinco años universitarios de Santiago.
Entonces confirmas que ni el ascenso al Cristo de Corcovado, que seguiré admirando desde las telenovelas, provoca más éxtasis que ver entre los punticos verdes del chat de Facebook, uno con marca espirituana o cubana.
Río me dejó esa sensación de impotencia por un océano enorme que se interpone entre tú y la soledad, entre tú y tus deseos de volar hasta el punto en que toques con tus manos todo cuanto dejas del lado de sus aguas.
Entonces extrañas esa taza de café mezclado con que la vecina te levanta cada amanecer, aunque allí tomes la infusión, gratis, a toda hora. Extrañas el pan, aunque sea esa ración discutible, aunque tengas mil variedades en una mesa buffet.
Extrañas la tertulia de tu redacción radial y la persecución de Manuel, el productor televisivo, o de Gallo, el jefe editorial de Escambray. Extrañas los apretujones de la «4», aunque los ómnibus cariocas pasen una tras otro con la exactitud del reloj y solo un pasajero dentro.
Ya estoy en Cuba, ¡Al fin! con sus bullas, tus timbirichis, sus merolicos, ni más ni menos que los mismos de Río, al igual que su calor.
Y, créanme, dejé de extrañar aquellos hombres de negro armados de bayonetas hasta los dientes en todas las esquinas y hasta el «muito obrigado», que me hizo menos estresante mi cobertura, el millón de veces que le escuché, desde que rodeé a mi pequeña con mis brazos, el teléfono comenzó a sonar con insistencia y pude degustar ese arroz con potaje negro que ansié durante trece días.