Julito el periodista o mi llamada telefónica pendiente

La noticia de la muerte repentina de Julio García Luis me conmina a dar testimonio de cuánto afecto y simpatía, sin estridencias ni alardes inmodestos, mereció este colega a quien conocí cuando yo era apenas un mozalbete soñador que comenzaba a estudiar periodismo, mientras ya él era nada más y nada menos que el presidente de la Unión de Periodistas de Cuba.

Julito mantenía en aquella época una relación muy estrecha con la Facultad de Periodismo, y todavía recuerdo cómo todos los estudiantes queríamos merecer aquella máquina de escribir rusa que la UPEC destinaba para premiar al ganador del concurso periodístico durante las jornadas científicas, artefacto que a finales de los 80 a nosotros nos parecía una maravilla tecnológica.

Después de graduarme tuve el privilegio de compartir con Julito como colega, cuando él llegó a Trabajadores como simple periodista, luego de que lo liberaran de la presidencia de la UPEC, a pesar —si no recuerdo mal— de obtener una de las mayores votaciones —o la mayor— para el Comité Nacional de esa organización, en las elecciones a lo largo de todo el país.

Pero Julio siempre fue capaz de cumplir su deber sencilla y modestamente. En Trabajadores hizo historia en el periodismo cubano, con su serie de crónicas y comentarios a propósito de aquel amplio proceso de consultas populares que precedió a la reforma económica de los 90 y que recibió el nombre de Parlamentos obreros.

Todavía hoy en la redacción de nuestro semanario solemos mencionar aquellos trabajos periodísticos de Julito, como ejemplo de sensibilidad, enfoque polémico y un estilo propio que dotaba de belleza literaria algo tan árido como una asamblea.

De sus años más recientes, como decano de la Facultad de Comunicación, seguramente podrán hablar con mucha mayor propiedad sus alumnos y los profesores que le acompañaron en ese extenso periodo. Para mí, su arribo a la vieja casona de G significó hacer las paces con aquella institución de la cual me distancié durante bastante tiempo, casi desde mi graduación o incluso antes, y a donde solo volví a entrar —literalmente fue así— cuando supe que él estaba a cargo.

Desde fuera, y sin tener todos los elementos de juicio, tengo la impresión de que Julito retomó la extraña cualidad de una inusual escuela de decanos de periodismo —como lo fue Magali García Moré en su tiempo— que sentían mucho más compromiso y empatía con sus estudiantes, que con las usuales exigencias burocráticas de los niveles superiores.

Con la puerta de su oficina casi siempre abierta, aparentemente en calma incluso ante la situación más tensa, combinó su conocimiento práctico del periodismo con el rigor científico de la academia, y la valentía del revolucionario incómodo que —en mi criterio— siempre supo ser.

De hecho, su tesis de doctorado resulta una referencia obligatoria para cualquiera de nosotros, los periodistas cubanos, cuando tratamos de explicar los problemas existentes en nuestra prensa, en su relación con el Estado y el Partido. El Premio Nacional de Periodismo José Martí que le confirió la UPEC el pasado 2011, justo en el momento de su jubilación, fue un acto de justicia que nuestro fiel y vapuleado gremio aplaudió casi seguramente por unanimidad.

Cada diciembre al teléfono, Julito y yo intercambiábamos un breve y reposado saludo y nos deseábamos los respectivos parabienes —con cariño, aunque hasta casi como una formalidad o rutina que uno piensa que podrá repetir una y otra vez—, sin que nunca me atreviera a decirle ninguna de estas razones tan íntimas y cálidas que me hicieron quererlo y admirarlo tanto. Y eso es lo que más me entristece, que este año no insistí lo suficiente y me quedé, para siempre, sin poder felicitarlo.

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