El derecho de soñar se despide. Al margen de los niveles de involucramiento de las audiencias con las líneas argumentales, los conflictos y los desenlaces, y de más de un intento por reescribirlas a gusto de cada cual, la telenovela escrita por Ángel Luis Martínez y Alberto Luberta Martínez, y codirigida por este último, junto a Ernesto Fiallo, consiguió colocar, a poco más de un siglo de su temprano estreno en la Isla, la jerarquía de la radio en nuestro tejido cultural.
Por: Pedro de la Hoz
Medio eminentemente popular, con una larga tradición de servicio público, los hombres y mujeres que han dejado la piel y el talento en la programación radial de uno a otro confín del territorio nacional, se han visto reflejados de un modo u otro en la telenovela. En la apertura y el cierre de cada episodio se lista a unos cuantos, no todos, que simbolizan diversos menesteres.
Libre de ataduras comerciales desde los años 60, y articulada en un sistema de radiodifusión cada vez más consolidado, han ido apareciendo, como parte de la sintaxis de enlace, menciones a radioemisoras nacionales y territoriales.
Tanto o más importante que esto debe subrayarse la presencia en la pantalla doméstica, o la obligada referencia, a creadores paradigmáticos, de los que mucho habría que aprender, no para imitarlos, sino como nuevos puntos de partida para la radio que necesitamos. Tener al pie del cañón a una Carmen Solar, incombustible y raigal, o evocar (y retomar) el formidable proyecto pedagógico llevado adelante por Cuca Rivero, vivifican el espíritu.
Al mirar el pasado, los realizadores se decantaron por lo que significó El derecho de nacer, la radionovela de Félix B. Caignet, en el imaginario popular y en la cristalización de códigos dramatúrgicos que marcan hasta el día de hoy, más allá del quehacer radiofónico, el lenguaje de las telenovelas.
La guerra entre intereses corporativos por captar públicos y segmentos de mercado, la manipulación de los estrellatos y la explotación de hitos melodramáticos, como lo fue la prematura y accidental muerte de María Valero, abrieron el apetito de los televidentes de hoy. La vida de Caignet y los tejemanejes de Mestre y Trinidad, en una república plagada por el gangsterismo y bajo la órbita neocolonial de Washington, daban para el desarrollo de una telenovela de época, para la cual se requieren recursos materiales improbables en plazos signados por estrecheces y precariedades.
En cierta medida, ello justifica el salto en el tiempo. Y está bien que así fuese. La mayor parte de El derecho de soñar transcurre en días cercanos a los nuestros, en los que se muestra la radio por dentro, y junto a esta, la vida de sus hacedores, con luces y sombras. Vidas para nada ajenas a problemas y situaciones que inciden en la cotidianidad de las cubanas y los cubanos que encaran los avatares de hoy.
Sabemos, sin embargo, que no basta con introducir un tema, por muy pertinente que sea. Hay que presentarlo con coherencia y credibilidad, sin dar recetas ni salir por la tangente de los cálculos sociológicos, tal como se desenvolvió el ovillo de la migración y las expectativas de los jóvenes por realizar fuera de Cuba proyectos de vida. El dolor y la tristeza de unos y otros estimuló una reflexión en lo absoluto tópica.
La prevalencia de la solidaridad por encima de atrincheramientos individuales afloró en su justa proporción, cuando los compañeros de la Directora de la emisora decidieron acompañarla en la enfermedad y en el proceso de sanación. Con pocas palabras, quedó todo dicho en una escena culminante: solidaridad, que había alcanzado antes otro momento climático, tras la cobertura informativa de un incendio devastador.
Puntos a favor se anotó también la telenovela en el tratamiento de la ética profesional, al abordar, desde el condenable plagio de un realizador de sonido y el intento de soborno de un jurado por parte de un músico que pretendió ser premiado sin méritos suficientes, hasta la inicialmente conflictiva y luego resuelta armonización entre una guionista impedida por motivos de salud, y un trabajador ávido por aprender, pero al que le falta oficio.
Si hubiera que conceder palmas, recaerían en el abordaje de la discapacidad intelectual. La pareja de Pascual y Muñeca puso sobre el tapete realidades no pocas veces invisibilizadas, a partir de una alta sensibilidad y aristas complejas asumidas sin cortapisas, con ciertas dosis de humor, pero sobre todo de consciente responsabilidad por parte de los guionistas, y de la extraordinaria caracterización de Yaité Ruiz y Frank Mora.
Historias bien contadas estas que contrastan con otras no tan felices y hasta alguna que otra traída por los pelos. Como sacar de debajo de la manga una relación anterior del depredador Igor, caída del cielo desde Media Luna. O revelar de golpe y porrazo las turbulencias de Alicia en su matrimonio. O estirar al máximo las sospechas sobre la muerte de María Valero y las joyas. O sentar al reclamante de las joyas, todo el tiempo del mundo, delante de una copa de vino en un restorán. O reducir la intriga policial a una investigadora única. O solucionar el agudo problema de la vivienda con repartos inusitados. O encajonar el vínculo entre un fanático de la radio y sus protagonistas a un nivel enfermizo.
Todo ello puede suceder, pero en una producción dramática no se deben dejar cabos sueltos, más cuando la realización avanzó por sendas apropiadas en términos de fotografía, edición y banda sonora, esta última con la inestimable contribución del maestro Frank Fernández y la inclusión de hitos musicales de la radiodifusión cubana.
Al capítulo de las actuaciones dedicaremos la próxima columna. El derecho de soñar aún tiene tela por donde cortar.