Alojada en el pecho de un pueblo que, a pesar de su ausencia física y del paso de los años, le sigue profesando un cariño proverbial, Celia, nuestra eterna Celia, «no es un silencio que el sepulcro encierra/ sino una idea viva que fulgura», como lo señalara en sus versos Jesús Orta Ruiz.
Es por ello que cada enero su presencia vital suele renacer en la memoria de quienes no olvidan a la niña que, junto a su padre, honró al Maestro en el año de su centenario; a la primera guerrillera de verde olivo en la Sierra Maestra; a la combatiente temeraria de la clandestinidad; a la luchadora que «cargó» en su mochila la historia escrita de la guerra; a la dirigente imprescindible de la Revolución.
Otros muchos cubanos la recuerdan desde el respeto y la admiración que conquistó con tanta entrega, sencillez y altruismo. Porque siendo ya toda una leyenda, Celia no fue nunca heroína inalcanzable, sino líder popular y querida, en la que anidaron, de forma natural, la bondad y el detalle.