Alicia, ese espíritu tenaz

Ya, en 1929, con solo nueve años de edad, un viaje a Jerez de la Frontera encauzaría ese impulso natural bajo la guía de Mari Emilia, una bailarina andaluza devenida profesora, quien le daría las primeras lecciones de un baile reglamentado, que le permitieron ejecutar malagueñas y sevillanas, danzas con las que complacería las peticiones hechas por Don Elizardo, el nostálgico abuelo santanderino, poco an­tes de partir ella hacia España.

Dos años después, la Escuela de Ballet de la Sociedad Pro-Arte Musical de La Habana sería el sendero escogido por la familia para fortalecer su frágil salud, institución en la que el ruso Nikolai Yavorski descubriría los primeros destellos del talento que bullía en ella, desde el debut en el Gran Vals de La bella durmiente, el 29 de diciembre de 1931, y en los posteriores éxitos en Coppelia (1935) junto al joven Alberto Alonso y en El lago de los cisnes (1937), donde tuvo como partenaire a Robert Belsky, un bailarín del célebre Ballet Ruso de Montecarlo, quien para esa ocasión utilizó el seudónimo de Emile Laurens.

Al ver su desempeño como Odette-Odí­le, un crítico de la época clamó por “campanas al vuelo”, que anunciaran su impostergable paso al profesionalismo, el vuelo hacia nuevas alturas, órbita que tuvo punto de partida en las comedias musicales de Broadway y continuidad en el American Ballet Caravan (hoy New York City Ballet) y en el Ballet Theatre, compañía de la que fue fundadora y en la que alcanzó el estrellato mundial.

Pero sus triunfos no fueron golpes del azar, sino el resultado de una férrea voluntad decidida a forjarse ella misma bajo el rigor que le inculcaron el italiano Enrico Zanfretta, los eminentes profesores de la School of American Ballet como Balanchine, Vilzak, Oboukov, Craske y muy especialmente Alexandra Fedorova, los cuales le aportaron los basamentos del legado romántico-clásico decimonónico.

Cuando el 2 de noviembre de 1943 hizo su memorable debut en Giselle, llegaba vencedora de un duro combate contra la adversidad, que dañó sus ojos para siempre, pero templó su carácter para no detener la ruta que se había trazado.

Con esa victoria suya no solamente se situó como estrella individual, sino que colocó a su patria en el mapa mundial del ballet y probó el talento que tenían las latinoamericanas para triunfar en roles hasta ese momento solo reservados para bailarinas eslavas o anglosajonas.

Los éxitos mundiales que cosechó a partir de entonces no la apartaron de sus raíces, ni de la misión que estaba destinada a cumplir: sembrar para siempre en su patria la semilla de un arte grandioso.

Por ello fue la más decidida colaboradora en la tarea de desarrollar una coreografía cubana durante toda la década del 40 del siglo XX y la protagonista de Dioné (1940), con coreografía del búlgaro George Milenoff y música de Eduardo Sánchez de Fuentes, primer ballet clásico con apoyo sonoro de un compositor cubano; y de Antes del alba (1947), que con coreografía de Alberto Alonso, música de Hilario González y diseños de Carlos Enríquez, mostró por vez primera en la escena de nuestro ballet las problemáticas sociales de la Cuba de entonces.

En un paso aún más audaz, fue la figura decisiva en la fundación del hoy Ballet Nacional de Cuba, el 28 de octubre de 1948, primera compañía profesional de ese género artístico en nuestro país.

De entonces a acá, la historia de Alicia Alonso es sumamente conocida. Ella ha sido y es una realidad y un mito que nos pertenece a todos los cubanos, no solamente por su desempeño como bailarina, coreógrafa, maestra y directora durante más de ocho décadas, sino por ser símbolo de lo más alto de nuestra cultura y embajadora de ella en 61 países de los cinco continentes.

Una cubana universal que no ha cambiado la flor de la mariposa por exóticos tulipanes ni la marisma de su malecón habanero por nieves foráneas.

A esta altura de su vida, desafiando los rasguños del paso del tiempo, su mente no claudica en los principios éticos que han guiado su vida profesional y ciudadana.

Cuando se les recuerdan los 132 títulos de los ballets que interpretó como bailarina, sus 64 años de permanencia sobre los escenarios, los 214 galardones nacionales y las 255 distinciones de carácter artístico, social y político con que la han distinguido en las cuatro esquinas del mundo, acostumbra bajar la cabeza con humildad y esbozarnos solamente una sonrisa.

En esta hora de especiales homenajes por su cumpleaños 95, podremos verla aparecer sobre el escenario escoltada por Giselle, la aldeana wili; las princesas Odette, Aurora, Hermilia y Florina; la maléfica Odile, por Julieta y la ninfa Elora, la maja Kitri y el Hada Garapiñada, la novia mexicana de Billy the Kid y Madame Taglioni, las atormentadas Carolina, Ate y Lizzie Bordem, la gitana Zemphira, las pícaras Lisette y Swanilda, la incestuosa Yocasta, la abandonada Dido, o la Carmen libérrima y sensual, entre los muchos que integran su increíble galería de personajes.

Y no me es tampoco difícil saber que en la reverencia que estoy seguro hará al público en la Gala que con tanto amor se le ha organizado para este día 20, oiré con emoción el jocoso “ja ja ja”, que siempre me dedica en cada galardón que recibe, para hacernos saber que todo ello no es más que el fruto de un deber cumplido y que su ímpetu tenaz jamás conocerá la pausa.

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