Se desata entonces una cotidianidad turbulenta marcada por su necesidad de descubrirlo todo y moverse a ritmo frenético, mientras supervisamos que los daños colaterales sean pocos y leves.
Sin embargo, ayer la rutina, si es que eso puede existir en una casa donde la infancia es ley, se trastocó. Después del desayuno, le anuncié: «Vamos a salir, ven a vestirte». Y para eso Amalia sí colabora. No se movió ni una vez mientras le ponía la ropa, ni protestó mientras la peinaba.
Después me dijo: «buto, buto», que significa, «mamá, el nasobuco», y mientras yo me arreglaba, se dedicó a mirarme con cara de «si te arrepientes del paseo, vas a saber quién soy yo».
Así fuimos, ella en coche, tratando de absorber el mundo por los ojos, y yo preocupada porque no hubieran niñas y niños suficientes para abrir el bulbo.
Llegamos y lo que se sobraban eran caras
pequeñas. Si es difícil esperar con una niña de dos años en cualquier lugar, imagínese en un policlínico y con la amenaza de la covid. Pero Amalia hizo gala de su nombre amable, se mantuvo calmada con el vaivén del coche, no se tocó la mascarilla; mientras le cantaba Pin Pon replicó todos los gestos de dramatización que llevaba una semana enseñándole, quiso que la doctora le regalara su cuño y no lo logró, y les dijo buenos días a las enfermeras.
Eso sí, se retorció con todo su ímpetu cuando entendió que la querían pinchar. Por segundos temí no poder sujetarla con la fuerza requerida, y que la seño le fuera a hacer daño, pero aquella mujer de ojos amables tenía tal destreza que la vacunó antes de que Amalia y yo misma nos percatáramos.
Mi hijita, que tiene el perdón rápido, después de unas lágrimas breves las dejó diciendo adiós y tirando besitos.
Tras una hora de espera, volvimos a casa. Ella durmiéndose, yo asombrada de mi propia tranquilidad ante un evento tan definitorio, tan grande, tan esperado. Y entendí que estuve relajada porque confío en la soberanía y lo que puede hacerse gracias a ella.
Amalia lleva en su cuerpo la primera dosis de Soberana 02; y eso, que es –quiero creer– el principio del fin, para que detrás vengan todos los nuevos comienzos, se parece mucho a la felicidad.
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Editora. Carmen Torres