El libro, un amigo incomparable

Alcalá de Henares, España; Cuzco, Perú; Stratford-upon-Avon, Inglaterra. Fueron esas sus naciones de origen. El primero de ellos, Cervantes, padre de la lengua española o castellano; el segundo, padre de las letras en el subcontinente latinoamericano, y el tercero de la literatura inglesa. Cada uno de ellos aportó para su cultura y el mundo una riqueza escrita de ilimitado valor.

Gracias a Cervantes la literatura española posee una riqueza que culmina con su obra cimera, «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», esa esencial novela, retrato fiel de nuestra hispanidad: la que reímos cuando empezamos a leerla y casi lloramos al terminarla.

Los aportes de Cervantes, mucho más allá de la historia que narra, son el cimiento del español o castellano, nuestra lengua madre de la cual debemos de sentir orgullo.

El Inca Garcilaso de la Vega, por su parte, simboliza el mestizaje del alma latinoamericana y es evidencia viviente de nuestra naturaleza. 

Su obra cumbre es «Comentarios Reales de los Incas», una joya histórica y cultural que nos lleva de modo ameno y ampliamente documentado a recorrer tradiciones, historia y costumbres del Perú que le tocó vivir en los tiempos de la colonia.

Hijo de madre inca y padre español, Garcilaso es síntesis, proyección y realidad.

William Shakespeare aportó, además de poeta, una impronta eterna al teatro inglés y universal. Nadie como él dotó al arte de la dramaturgia de trascendencia tal que a 400 años de su muerte, su obra continúa siendo actual y llevada a teatro, cine, televisión y dramatizados radiales.

Gracias a lo creado por estos tres grandes de la literatura universal, quedó perfilado el formato físico de lo que ellos y quienes le suceden conforman con sus propias obras.

Me refiero al libro, ese amigo que en un estante, en la cabecera de nuestra cama, encima de una mesa o debajo del brazo va junto a nosotros como leal compañero durante nuestro peregrinar.

Paciente nos espera; lo mismo en horas de ocio, tertulias con amigos y familiares; con hijos y nietos que a nuestro regazo prestan atención cuando en voz alta les desciframos sus historias, a veces fantásticas y otras veces reales.

No me siento capaz de expresar con palabras el valor y la virtud de un buen libro; de esos que nos ayudan continuamente a crecer, y aportan cada día un nuevo conocimiento para pensar, ser y hacerlo todo mejor.

Llegan a mi mente, junto con las creaciones de esos tres titanes «La Edad de Oro», de José Martí; las incomparables novelas de Víctor Hugo, Balzac y Thomas Mann; la poesía nuestra de Nicolás Guillén y tantos latinoamericanos; el legado genial de toda la narrativa de Gabriel García Márquez y Alejo Carpentier; los cuentos de Maupassant, Chejov y Onelio Jorge Cardoso, cuya reedición de «Cuentos Completos» urge desde ya.

Tampoco olvido las geniales traducciones de los clásicos de la Antigüedad. Son tantos, que mencionar los anteriores me hace incurrir en pecados de omisión; un sentido de elemental justicia -lo admito- impondría la sensatez de generalizar; mas la subjetividad, esa inherente cualidad humana, no lo permite. Imposible sustraerse a ella, permeada por estos y muchos más.

El 23 de abril es una celebración en todo el mundo desde 1995. Ese año, la Organización de las Naciones Unidad para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) lo proclamó como Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor.

Coincido como muchos en que sea la fecha apropiada. El 23 de abril de 1606 dejaron de existir Cervantes, Garcilaso (El Inca) y Shakespeare. Es el mejor de los días por significar con el fin de sus vidas físicas la inmortalidad de las obras que les hacen vivir para siempre.

Ojalá hoy y siempre, al hablar de un buen regalo, más que de lujos y artefactos -válidos sí-, sea puesta en primer lugar la amorosa y esencial presencia de un buen libro.

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