Recuerdo ahora también al hombre con que me cruzo de vez en vez y desde una silla de ruedas va por ahí regalando esperanzas; al médico que dejó a su familia para salvar vidas; a todos aquellos que retomaron el arte de coser para entregar casa a casa un nasobuco cuando nos fue imposible salir a la calle con el rostro descubierto.
De ellos no sé mucho; no sé cuántos libros han leído, y de esos, cuántos llevan la firma de José Martí, y aunque siempre es imprescindible la buena compañía de un ejemplar literario, también lo es llevar a cuestas la virtud de ser útiles y buenos, como nos enseñó el Apóstol.
Es por eso que no necesito saber sus nombres. Me basta con el tributo constante, puro, lejos de egos intelectuales y sapiencias que llegan al corazón.
No me interesa su color de la piel, ni su sexo, y menos su orientación sexual. Qué aporta o resta ser de una u otra manera.
Prefiero pensar en las lecciones cotidianas que inundan a una ciudad, que entre la vorágine diaria y las presiones que impone una pandemia, la habita gente verdaderamente martiana.
Gente que piensa en el otro, que ayuda sin pedir nada a cambio; que hace lo imposible por el bien común, que es rico con un abrazo y el beso inocente de un niño; gente que tenga mucho o poco por fuera, va colmado por dentro, y comparte sus riquezas.
Prefiero creer en ti, en mis amigos y compañeros de trabajo que lo entregan todo; en los desconocidos y martianos por convicción, en la luz que se enciende cada 28 de enero para encontrar a José Martí, y con él, la mejor manera de ser mejores seres humanos, sin importar el nombre que llevemos.