Ignacio Agramonte, El Mayor

Todo cuanto de bueno se diga es poco, y lo poco en sí expresa mejor ¡y mucho! lo que la metáfora no puede por no alcanzarle a la letra intención ni gala. «Las palabras pomposas son innecesarias para hablar de los hombres sublimes». (1)

Así de sublime, grande y sencillo fue Ignacio Agramonte y Loynaz, legendariamente «El Mayor» por su grado militar y autoridad indiscutible, soldado y pensador de nuestro bautismo de fuego independentista, aquel toque a rebato de idealismo puro, impetuoso de fervor, amor y sangre.

Un día como hoy, 11 de mayo en 1873, su cuerpo cayó inerme -tras regio combate contra el enemigo- en los potreros de Jimaguayú, del mismo Camagüey que 32 años antes le vio nacer. Una bala enemiga atravesó su sien izquierda, del mismo lado del corazón que late y ama.

A la patria, madre entrañable y tenue, lo dio todo: se dio él mismo; a esa realidad cierta en el calor de nuestra gente, el azul del cielo que la cubre, sus símbolos y la tierra fértil, de verdor que brilla matizado por el cromatismo y el perfume de sus flores.

Morir por la patria es, sin duda, el más hermoso poema que se pueda depositar como ofrenda en su pedestal sagrado. A ella dedicó Agramonte el verso interminable de su existencia.

Nació y creció en la riqueza económica; cursó estudios superiores en Cuba y España hasta graduarse como abogado; contrajo matrimonio con Amalia Simone, la hermosa y fiel mujer, el amor de su vida: su única novia y única esposa.

Dicha, riqueza y afectos abundaron en aquel joven culto y de linaje, hijo amado y esposo feliz. Un ser así, ¿por qué y para qué salió entonces a pelear y morir con tanto que perder? ¡He ahí su grandeza! El amor patrio se mide por la entrega y no por lo que se espera en retribución. La virtud de ofrendar la vida tiene su esencial valía en el desinterés de la entrega.

Fue Agramonte hombre de pensamiento sabio y convicción firme; de apego a la ley y a la importancia de lo civil y razonable, tanto en lo logístico como en el orden constitucional.

En la guerra fue tan valiente soldado como estratega genial. Combatió con fuerza en su primera contienda de Cejas de Altagracia, a la que siguieron Las Tunas, Sabana del Bayatabo, Minas de Juan Rodríguez… Después afloraron contradicciones en el orden estratégico que lo enfrentaron a Céspedes, así como discuten padre e hijo, inspirados en el mismo amor al bien supremo de la causa.

Posteriormente en la guerra por la libertad se sucedieron las campañas de Lauretania, Limpio Grande, Hato Potrero, La Entrada, El Mulato, Buey Sabana, Curana, Sao de Lázaro, Ciego Najasa y otros, hasta el desgarrador Jimaguayú que cobró su vida.

Hay momentos en que el fragor y el ímpetu reta a las almas grandes, mas la sinceridad y nobleza que lleva a enfrentarlos se ocupa a su tiempo de unirlos en la posteridad. Así aconteció entre el «hombre de mármol» y «…aquel diamante con alma de beso» (2)

Muchas veces la magnanimidad gravita en demasía tal que parece separarlos, cuando en verdad los une. No en vano el Padre de la Patria lo nombró «Heroico Hijo» en 1873. Agramonte, por su parte, jamás permitió que se hablara mal del Primer Presidente de la República en Armas en ausencia suya.

Hubo siempre entre ellos respeto y consideraciones mutuos a pesar de sus diferencias en cuanto a la organización de la guerra. «Otros hagan, y en otra ocasión, la cuenta de los yerros, que nunca será tanta como la de las grandezas». (3)

«¡Corneta, toque usted a degüello!», ordenó El Mayor aquel 7 de octubre de 1871 para emprender el rescate del General de Brigada Julio Sanguily de sus captores. Pocas veces un baño de estrellas ha caído sobre la frente épica de hombre alguno como aquel día de audacia extrema.

Poco más de un año después de semejante proeza, hace hoy 145 años, Agramonte saltó a la eternidad y desde ella permanece en el sagrario de la patria, «el que arengaba a sus tropas con voz desconocida, e inflamaba su patriotismo con arranques y gestos soberanos» (4)

A Ignacio Agramonte y Loynaz lo recordamos como presencia cotidiana «cabalgando sobre una palma escrita» (5), esa que recoge su historia y nos la hace sentir como lo que es: la del hermano mayor de hidalguía absoluta, metal que acrisola de continuo el quilate de la patria.



(1) (2) (3) (4) Céspedes y Agramonte, José Martí, Antología Mínima, Tomo I, Editorial de Ciencias Sociales, Ediciones Políticas, Instituto Cubano del Libro, 1972.
(5) El Mayor, Silvio Rodríguez (fragmento de una estrofa).

 

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