¡Menos bulla, compadre!

 Gesticulamos y gritamos al extremo de que algunos piensan que se trata de un pleito cuando no lo es en absoluto

Lo que hoy ocupa mi comentario no es, precisamente, esa manera de hablar, muchas veces molesta. Lo terrible es que de mañana temprano, cuando muchos todavía pudiéramos estar en «brazos de Morfeo», nos despierten con sus cantaletas los pregones y chillidos de los pitos de panaderos; lo mismo algún que otro vecino – ¡o vecina! – vociferando todavía a oscuras, con uno de esos… ¡fulanito… ven acá…! con niveles de ruido envidiables para la sirena de cualquier carro de bomberos. Ni hablar de los noctámbulos que deambulan por las calles con sus cajones de mp3 “a todo volumen”, – que ni nuestros televisores dejan que se oigan – y jugadores de dominó bajo la luz de un poste, quienes cada vez que ponen una ficha, ésta suena como un detonante.

No faltan los automovilistas y carretoneros tipo altoparlantes – en su mayoría música de mal gusto, si el término “música” pudiera aplicársele – con piezas tan “conmovedoras y dulces” como groseros reguetones y narco-corridos, los que tenemos que disparárnoslos por nuestros indefensos oídos aunque nos desagraden.

La contaminación sonora es una enfermedad de las sociedades modernas

Opino que el tema de los ruidos – peor a deshora – podría ser objeto de estudio para sicólogos y sociólogos. Escribió Martí que “mucha tienda, poca alma”, y en cuanto a ruido ya conocemos el refrán “mucho ruido, pocas nueces”. Tal vez todo eso, como en los volúmenes musicales excesivos, las gangarrias lumínicas cegadoras de carros, carretones y hasta bicicletas, y los automóviles a gran velocidad – ¡rápidos, furiosos! – , subyaga un vacío interior, un insuficiente proyecto personal que conlleve a complementar con lo exterior las carencias interiores.

Quién puede decir que no haya ido a una fiesta familiar, institucional también, o uno que otro motivito donde el ruido de los bafles sea de tal magnitud que las personas al hablar no se oigan unas a otras y más parezcan ser fonomímicos que conversadores.

Todo eso aparte, el ruido, cuando excede los decibeles tolerables por el oído humano, entra en lo que se llama “umbral doloroso” y ello, aparte de lo nada conveniente a la mejor convivencia social, constituye una agresión directa al oído humano y a la salud en general. El sonido devenido en ruido provoca un estrés sicosomático al afectar los ámbitos sicológico y físico, que interactúan entre sí. Casos de ansiedad, depresión, dolor de cabeza, mareos y la omnipresente reducción de la capacidad auditiva son secuelas de los ruidos.


 


Por si pareciera poco, el estrés provocado por los sonidos a decibeles por encima de lo naturalmente tolerable, afecta el sistema endocrino – nuestras glándulas internas – que se ponen en guardia contra la agresión llegada desde afuera. Hipertensión, diabetes, arritmias, infartos y un sinnúmero de problemas aparecen por obra y gracia del ruido. Muchas veces los daños orgánicos ocasionados son, lamentablemente, irreversibles.

Sucede en hogares y en instituciones, pero también en las calles. Cualquiera arma su “fetecún” y todos los seres humanos circundantes, quiéranlo o no, tienen que disparárselo. No culpo solo a individuos. Muchas instituciones organizan celebraciones públicas y sus promotores, al parecer, piensan que mientras más ruidosas y agresivas al oído, más efectivas son. Sin contar que reproducen música diametralmente ajena a los códigos moralmente aceptados por nuestra sociedad. Evidentemente, también se trata de un problema cultural que – como tal – se adiciona al irrespeto ciudadano.

Lo cierto es que la contaminación sonora es una pandemia y debe ser combatida y eliminada totalmente como lo hacemos ante la presencia del mosquito trasmisor del dengue y el chikungunya. Requiere que se le enfrente desde todos los ángulos; el de la difusión por nuestros medios está presente, pero no basta. El tema debe llevarse a las escuelas, centros de trabajo, instituciones – culturales o no – y de cualquier tipo, ¡sin excepción!

Además, urge una legislación reguladora de los niveles de ruido que una persona o institución pueda emitir; una ley que se haga cumplir con todo el rigor que el término implica. Desde hace años contamos con otra que prohíbe, incluso con sanciones, fumar en lugares públicos. Lamentablemente esa ley no se cumple muchas veces por el temor de la ciudadanía a ser mal vista cuando requiere a quienes la violan, al extremo que de ella ni se habla, a no ser en hospitales y centros de salud donde explícita y absolutamente se prohíbe fumar.

Ojalá y más temprano que tarde, ¡y con prisa!, nuestra sociedad adopte medidas correspondientes a la difusión, educación y coerción contra los infractores de tal fenómeno, como es la contaminación sonora, una agresión a la salud del propio infractor, de sus víctimas y a las normas que reclama una buena convivencia social. Y con todo ello la participación ciudadana persuasiva y enérgica para erradicar ese flagelo lo antes posible.

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